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3.5. Nivel social

Hasta ahora hemos considerado el escenario personal, el de la pareja y el familiar, y hemos visto hasta qué punto, todas esas relaciones están determinadas básicamente por vinculaciones y motivaciones afectivas.

Pasamos ahora al área social, donde se incluyen desde los amigos hasta las creencias de nuestra cultura, pasando por los compañeros de trabajo, etc.

Nuestra sociedad contribuye determinantemente a nuestra formación como individuos. Incluso factores como el clima y la cultura influyen en el modo en el que expresamos nuestros sentimientos. Analicemos pues, desde diferentes ángulos, las singularidades de nuestra área social.

 

3.5.1. EL MURO

En ocasiones, la mayoría de las personas generamos muros invisibles, casi sin percatarnos de ello, que definen nuestras relaciones sociales. A lo largo de los años vamos acumulando experiencias y algunas de ellas no son demasiado agradables. Ante esas vivencias insatisfactorias, podemos desarrollar una actitud de bloqueo. Así impedimos que ciertas personas o situaciones vuelvan a perjudicarnos.

Esto resulta muy evidente, por ejemplo, en las redes sociales, en las que frecuentemente bloqueamos a un contacto por diversos motivos -algunos de ellos solucionables-. En este caso, nuestra implicación emocional suele ser menor, y por eso, algunos cibernautas lo consideran, tan sólo, un número menos.

En la realidad analógica, los psicólogos expertos en el análisis del lenguaje corporal identifican también posturas que expresan, por sí solas, que una persona está bloqueando el acceso a otra: cruzar las piernas en dirección contraria, cruzarse de brazos, evitar el contacto visual, etc. Obviamente este tipo de mensajes son percibidos por el otro, de forma consciente o no, y cumplen su función de muro invisible.

En otras ocasiones, la familia, la pareja o un país entero, construye un muro invisible al consensuar que un determinado tema es improcedente y, sencillamente, no se habla de él. Ejemplo de ello es el caso de Adolf Hitler en Alemania, del cual prácticamente no se habla con consenso social, o de ciertos edificios construidos en la China comunista con la pretensión de convertirse en un símbolo del poder del gobierno, y que quedaron sin terminarse por problemas arquitectónicos. Dichos edificios no aparecen en los planos y, a ojos de la ciudad, no existen.

¿Pero hasta qué punto es sano bloquear a personas, situaciones, o asuntos concretos?

Para responder, primero debemos analizar cómo nos afectan. Ciertamente algunas relaciones son patológicas y pueden hacernos perder el control de nuestra vida. No se trata de culpar al otro, porque uno mismo también tiene mucho que ver en el modo en que ha permitido que le dañaran, pero en un caso así, puede ser muy recomendable un bloqueo de la duración y la intensidad que necesitemos.

Lo mismo ocurre entre personas que padecen adicciones, y deben distanciarse de aquellos amigos que sufren la misma problemática. Aún cuando, lamentablemente, esas amistades sean profundas y queridas. Sencillamente algunos sujetos son incapaces de mantener una abstinencia si no es alejándose del entorno de consumo.

En otros casos, más que un bloqueo, podemos construir un filtro. Es decir, hacernos conscientes de que una relación nos daña, pero también de que podemos pulirla, a través del diálogo, los acuerdos y la fuerza de voluntad. Definir en qué circunstancias y en qué condiciones vamos a tratar a alguien. A veces, sólo con evitar ciertas situaciones o ciertos temas, la relación puede perdurar.

Y en ocasiones, podemos llegar a la conclusión, de que estamos bloqueándonos a nosotros mismos por un miedo absurdo, por mantener una imagen que nos vuelve prisioneros y que nos aleja del otro. Quizá ese sea el momento de derribar el muro que nos separa.

 

3.5.2. LAS RELACIONES VIRTUALES

En los últimos años, las relaciones entre personas se han transformado enormemente, pasando, en gran medida, del plano físico al virtual. De este modo, el ahorro de tiempo y costes económicos nos permite interaccionar con un número de personas mucho mayor. Las distancias desaparecen, y comenzamos a definir como offline a aquellos sucesos que ocurren en el mundo físico.

Como es frecuente en nuestra naturaleza, los cambios a gran escala generalmente nos asustan. Muchas personas tienden a añorar el pasado o aferrarse a él, resistiéndose a lo nuevo. Otras, sin embargo, apasionadas por la novedad, se lanzan como pioneros a experimentar todas las alternativas que la tecnología pone a nuestra disposición.

Los nativos de Internet, es decir, aquellos que nacieron cuando la Red de redes ya permitía navegar a muchos bits por segundo, se mueven con mayor soltura e integran los conceptos emergentes con más facilidad. Sin embargo, hasta la fecha, todos coinciden en que no es lo mismo. El intercambio de sustancias químicas que se produce en toda interacción humana física como, por ejemplo, feromonas, según el caso, es algo que se le escapa a la comunicación online. Los pequeños detalles, que tienen lugar fuera del campo visual de la webcam, la sensación de compartir un mismo espacio, una misma franja horaria, y mil detalles más, muchos de ellos percibidos a nivel inconsciente, también se pierden, al igual que -obviamente- el contacto físico, el olfato… Una videoconferencia implica que dos o más personas interaccionan, pero en contextos diferentes, alterados por sucesos diferentes. Esto genera un desajuste constante, que implica la necesidad de una reacomodación intelectualizada también constante.

Y aquí está la primera de las claves: la intelectualización. La mayor parte del contenido online se procesa a nivel racional. Para que se active el nivel emocional, debemos evocar situaciones pasadas en las que las frases que ahora intercambiamos iban acompañadas de una afectividad física. Por ejemplo, si nos enfadamos con un sujeto virtual, o comenzamos una relación afectiva, nos veremos obligados a imaginar o traer al presente sensaciones y sentimientos que suelen acompañar a estas situaciones en el plano físico, pero que ahora tenemos que extraerlas de nuestra memoria, no de la realidad. Por ese motivo, podemos equivocarnos al interpretar como enamoramiento una comunicación diaria con una persona a la que le hemos «añadido» artificialmente dosis de otros sentimientos extraídos de la memoria.

La segunda clave es la cantidad y calidad de estas relaciones. A mayor cantidad, teniendo en cuenta que nuestra capacidad es la misma, la calidad será menor. Si mantenemos diferentes conversaciones con varias personas de forma simultánea, el esfuerzo para mantener el tono emocional específico de cada una de ellas es tal, que tenderemos a homogeneizar y, al hacerlo, la idiosincrasia de cada interlocutor se va difuminando. En consecuencia, nuestra implicación emocional en esa relación es menor. Nos referimos a que probablemente tratemos a todas las personas de la misma manera, empleemos un lenguaje estereotipado, y finjamos directamente las emociones, como cuando tecleamos «jajajajaja» sin mover un músculo de la cara.

Encontrarse en el mundo físico, donde la sonrisa ni se pixela ni se sustituye por un emoticono, quizá sea todavía, la mejor forma de encontrarse.

 

3.5.3. LA DISTANCIA ADECUADA

Desde el punto de vista puramente físico, las personas necesitamos mantener una distancia determinada con respecto a otras para sentirnos cómodos. A esto le llamamos espacio vital. En términos generales se trata de una longitud de un metro y medio. Cuando se refiere a relaciones laborales, y según las investigaciones de Hall, esta distancia puede ampliarse hasta tres metros, y en las relaciones de amistad o familiares puede reducirse a cincuenta centímetros. En este caso, se trataría de situarse en un punto donde podamos tocar a la persona alargando el brazo.

Esta proximidad fluctúa en función de la cultura en la que hemos crecido, del modo en el que hemos sido educados, del tipo de relación que mantenemos con la otra persona y, obviamente, de nuestras intenciones. Así mismo, si pertenecemos a una zona rural, nuestro espacio de confort será probablemente mayor. Pero, en cualquier caso, cuando esa distancia no es respetada por el otro, nos sentirnos invadidos.

Lo mismo ocurre a nivel emocional. Ciertas personas nos aportan sensaciones agradables, valiosos conocimientos, o algún grado de protección. Por el contrario, otras nos demandan demasiada atención o recursos. Hay quienes pueden llegar a dañarnos con actitudes de desprecio, desvaloración, o exigencias que no queremos o no podemos ofrecerles. En estos casos es importante decidir a qué distancia quiero mantenerme de ellas. Es algo obvio que muchas veces pasa desapercibido. ¿Con qué frecuencia vemos a tal persona? ¿Cómo nos sentimos cuando la despedimos? ¿Culpables? ¿Agredidos? ¿Insultados? ¿Cuidados? La distancia adecuada que tendría que mantener con esta persona estará en función, siempre que sea posible, de la respuesta que dé a estas preguntas.

Obviamente, las dificultades o los malentendidos en las relaciones personales deben afrontarse desde la expresión de sentimientos, el posicionamiento, la escucha, la negociación, y la toma de decisiones, con la consiguiente adquisición de compromisos. Sin embargo, y a pesar de ello, es muy difícil llegar a un entendimiento absoluto con todos los que nos rodean. Algunas personas se encuentran en un momento de su vida realmente destructivo, o nuestras propias características personales impiden esa buena química. La distancia física o emocional debería adecuarse al resultado de todas esas variables.

Ciertamente, evitar los conflictos alejándose sólo nos llevará a perpetuarlos. Especialmente cuando las dificultades se encuentran en nosotros. Sin embargo, en ocasiones, afrontar significa, precisamente, situarnos a cierta distancia. Realizar una maniobra liberadora. Desatarnos de ciertas relaciones tormentosas, y permitir que nuestra vida continúe su desarrollo en un lugar más propicio. Del mismo modo que cuando plantamos una semilla buscamos el terreno más fértil y favorable.

 

3.5.4. ESCUCHAR AL OTRO

Cuando nos relacionamos con los demás, un aspecto esencial es el modo en que nos comunicamos con ellos. En este caso no sólo es importante transmitir con claridad lo que pensamos y sentimos, sino también, comprender con claridad al otro, escucharle. Y esto, pese a que aparentemente se trata de algo fácil, incluso insignificante, pero como explica María Dolores Avia, catedrática de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, ser capaces de escuchar sin prejuicios no es tarea fácil. El ser humano es un creador de símbolos. Y el símbolo más frecuente es la palabra. Con ella compartimos información. Sin embargo, cada uno de nosotros otorga a cada término, un significado profundo distinto.

Por ejemplo, la palabra “amor”, es asociada a matices y provoca sentimientos distintos en cada oyente. Reacciones que pueden ir desde la felicidad a la ironía, desde la frustración a la ilusión… Por eso, escuchar al otro implica vaciarse de los propios prejuicios y las interpretaciones que nosotros hacemos de las cosas, para poder comprender a lo que realmente se refiere el otro. Sin dar nada por supuesto y, obviamente, no juzgarlo.

Aunque no lo creamos, cometemos muchos errores a la hora de entender al otro. A veces errores graves, y sólo porque realmente no le escuchamos. Nuestros propios prejuicios determinan nuestra comprensión. Si yo creo que mi compañero de trabajo me va a negar una petición de ayuda es muy probable que le entienda, en su respuesta, una negativa pese a que no fuera eso lo que él realmente expresó.

Lo mismo sucede, y de forma más acusada, cuando “escuchamos” a otras culturas. Desde nuestros condicionamientos culturales, tópicos y prejuicios, es fácil sentenciar de forma apresurada. Pero, para comprender al otro, en este caso, es necesario aceptar que una persona de una cultura diferente a la nuestra probablemente alberga un corpúsculo de valores distintos. Aquello a lo que le da importancia, por ejemplo, para tomar una decisión, puede ser diferente. Sus hábitos diarios, o su forma de buscar la felicidad, pueden no coincidir con los nuestros. El primer -y erróneo- impulso podría ser tratar de reconducir a esta persona. En cambio, desarrollar la flexibilidad mental suficiente para ver el mundo desde sus ojos, requiere una actitud mucho más tolerante y enriquecedora.

Igualmente, importante es conocer lo que cada cultura oculta, aunque sus individuos no sean conscientes de ello. Imaginemos una sociedad que se basa en generar insatisfacción como método para promover el comercio. Un sujeto de dicha sociedad podría atribuir su sentimiento de insatisfacción a asuntos personales, relacionados quizá con su familia, sus amigos o su pareja. En este caso, alejarse temporalmente de dicha cultura, podría hacerle caer en la cuenta del origen de su problema.

Escuchar con perspectiva, vaciándonos de nuestros propios aprendizajes, sin juicios, interpretaciones rápidas, ni consejos, no es tarea fácil en absoluto. Pero sí tal vez, un ejercicio de respeto que, por ende, ayuda al otro a convertirse en un ser responsable de su propia existencia.

 

3.4.5. NUESTROS SECRETOS

Hasta ahora, hemos hablado de muros sociales, de dificultades para escuchar al otro, de las relaciones virtuales… Pero existe otra forma de distanciarnos de los demás: los secretos.

En su conocido libro “El mundo amarillo”, Albert Espinosa, nos dice que los secretos que guardamos acerca de nosotros mismos son necesarios en esta vida. Son tesoros privados que sólo están al alcance de uno. Como nadie los conoce, no existe una llave para acceder a ellos, y nos marcan interiormente, porque no los compartimos.

Nosotros podemos añadir que los secretos nos esclavizan, pues diariamente dedicamos ingentes cantidades de esfuerzo para ocultarlos. Por eso, de alguna manera, requieren que les prestemos mucha atención.

Pero si hay una clase de secretos que realmente nos avergüenzan, por absurdos o nimios que les parezcan a los demás, son nuestros secretos físicos. Esos casos en los que consideramos que tenemos un defecto, y tratamos de ocultarlo por todos los medios. Precisamente Espinosa padeció un cáncer que lo tuvo durante diez años pendiente de constantes tratamientos y visitas médicas. Tuvieron que amputarle la pierna, y, en su libro, hace referencia a la importancia de no sentir vergüenza por mostrar su muñón. Es algo, como él dice, que lo hace especial.

Compartir nuestros secretos es una decisión fundamental en nuestra vida, porque ellos son los que nos diferencian del resto de personas, los que nos hacen especiales. Compartirlos nos libera de la pesada carga de tener que lidiar con ellos día a día en soledad. Compartirlos los normaliza, los trivializa. Dejan de ser gigantes con poder sobre nosotros para convertirse sencillamente en rasgos identificadores. Rasgos que nos hacen únicos e irrepetibles.

Y, para terminar, pensemos en algo muy curioso. Normalmente, cuando guardamos un secreto inconfesable es porque nos avergonzamos de él. Nosotros lo adjetivamos de forma subjetiva: es un secreto “vergonzoso”, “horrible”, “doloroso”, “feo”, etc. Pues bien, nosotros tenemos el poder, aunque parezca increíble, de cambiar esos adjetivos. Podemos convertirlos en adjetivos positivos. Si nosotros otorgamos un matiz agradable a nuestro secreto, muy probablemente, se convertirá en algo positivo. Estas conclusiones se extraen de uno de los libros más impactantes de los últimos años, precisamente titulado “El secreto”, de Rhonda Byrne.

Otro tipo de secretos, igualmente perniciosos son los familiares. Recuerdo el caso de un brillante paciente de 25 años cuyos padres habían negado, durante toda su adolescencia, al resto de la familia que su hijo obtenía unas puntuaciones escolares modestas en inglés. En el resto de las asignaturas sus resultados eran estupendos, pero en inglés no tanto. Los padres, avergonzados de ello, mentían al resto de familiares exagerando esta nota. Cuando vino a consulta, este paciente ejercía como piloto de aviones y había destacado en todas las escuelas y trabajos a los que había asistido. Sin embargo, su autoestima estaba ciertamente dañada: sus padres nunca le habían aceptado. Aquel secreto acerca de las calificaciones en inglés era buena prueba de ello.

Mostremos nuestros secretos. Ciertamente aquello que ocultamos con más empeño, es precisamente lo que más nos define. Por eso no debemos odiarlo, sino amarlo.

 

3.5.6 ETAPA ESCOLAR

Otro espacio en el que podemos comprobar la importancia de las emociones es el entorno escolar y el proceso educativo en sí. En este periodo aparecen varios aspectos interesantes. Por una parte, la falta de contenido emocional en el contenido curricular, por otra el fracaso escolar y sus verdaderas causas.

Respecto al primer punto, podríamos decir que son los aprendizajes emocionalmente significativos los que se conservan con más fuerza. Por el contrario, la información carente de componentes afectivos tiende a borrarse con más facilidad.

Respecto al segundo aspecto digamos que, pese a que el proceso de aprendizaje ocurre a lo largo de toda la vida, la infancia es la etapa en la que la capacidad de adquirir conocimientos se encuentra en su apogeo. Durante los primeros meses, el bebé es capaz de percibir y discriminar cualquiera de los fonemas de cada una de las lenguas que se hablan en nuestro planeta, memorizar datos como nunca más volverá a hacer. El motivo es lógico y adaptativo: debe acomodarse al mundo, al entorno en el que se encuentra.

Esta increíble capacidad innata, faculta al niño para adquirir conocimientos a través de la relación con las personas que le rodean y con los elementos (juguetes, enseres del hogar, etc.). Prueba de ello es lo rápido que un joven aprende a manejar los aparatos electrónicos de última generación, y la cantidad de sucesos que llaman su atención: los animales, los juegos…

Sin embargo, y sorprendentemente, nos encontramos con el llamado fracaso escolar. Niños y jóvenes que suspenden los exámenes, con la consiguiente frustración que ello provoca tanto en ellos como en su familia. De igual manera se reiteran las revisiones de los sistemas educativos sin llegar nunca a satisfacer todas las expectativas.

Y, a primera vista, parecería un contrasentido pensar que un cerebro humano, que es a fecha de hoy “la máquina” más potente para aprender, pueda fracasar cuando, además se encuentra en su momento de mayor apogeo. Para explicarlo podríamos especular con la posibilidad de que el/la joven tenga esta capacidad principalmente en contextos naturales, ante estímulos que realmente ganan su interés. Esta motivación, este impulso innato para aprender, no siempre está ligado a la información escrita que aparece en libros de texto, a la memorización de datos carentes de contenido afectivo, a la necesidad de alcanzar una calificación satisfactoria como requisito para ser “aceptado” o aprobado. Por otra parte, aún son escasos los contenidos referentes al desarrollo personal dentro de los currículums lectivos, si tenemos en cuenta lo frecuentemente que aparecen problemas de esta índole en la vida adulta.

Por lo tanto, habría que preguntarse qué o quién es el que realmente falla. ¿Un suspenso significa la inadecuación a los estándares del estudiante, del profesor, o del propio sistema educativo? ¿Cómo puede suspender la «máquina» más potente para aprender en el universo conocido?

En nuestra opinión, resulta de gran interés plantearnos qué es lo que quiere el niño. Según la psicopedagoga experta Idoia Rodríguez, «El niño básicamente, lo que quiere es ser quien es, poder desarrollarse. En este sentido, la mejor educación es aquella que le permite ser. ¿De qué modo? Teniendo en cuenta sus motivaciones, sus inquietudes y sus necesidades. Los profesores deben plantearse cuál es el modo correcto de instruir al alumnado, -nada de churros para todos-. Un sistema educativo que revise con agilidad de los contenidos y procedimientos hasta alcanzar su propio éxito escolar”.

 

3.5.7. FOMENTAR LA INQUIETUD EN LUGAR DE CALIFICAR

Continuando con este análisis de la etapa escolar, y nuestra crítica a esa tendencia que tenemos a centrar el fracaso escolar en el alumnado, encontramos al filósofo Robert Swartz, profesor emérito en la Universidad de Massachusetts, Boston, quien opina que el fracaso escolar aparece cuando la motivación del alumno se centra en aprobar en lugar de aprender. Evidentemente, la educación formal es un arte complejo en constante revisión y, a priori, podemos suponer que se requiere algún tipo de criterios para asegurar los objetivos formativos.

La educación tradicional se articula en torno a una información considerada verdadera, y a la necesidad de que dicha información sea adquirida por el alumno. Algo así como una verdad absoluta que será “impresa” en los cerebros de los jóvenes. De este modo, el proceso educativo será valorado en función de la capacidad del estudiante para reproducir dicho contenido.

Sin embargo, existen criterios alternativos, como los que proponen algunas escuelas modernas, según los cuales el joven investiga y va conociendo su entorno de forma natural, ayudado por un maestro que fomenta su inquietud, hasta elaborar, por sí mismo, un corpúsculo de conocimientos suficientes para afrontar su existencia de forma satisfactoria. Para ello se requiere obviamente el uso de herramientas complejas, como las fórmulas matemáticas, fundamentos acerca del léxico y la gramática, etc. y dichas herramientas son puestas a su disposición cuando las necesita.

Un aprendizaje de este tipo es guiado por una motivación intrínseca del joven. Es decir, ya el objetivo no es aprobar, sino el propio disfrute del aprendizaje. Pensemos que nuestra mente humana está diseñada para investigar, para descubrir el entorno, y en ello obtenemos un enorme placer, -característica palpable especialmente en los niños y en los jóvenes-. Sin embargo, no somos tan eficaces a la hora de replicar conocimiento carente de emoción. Es enormemente difícil encontrar satisfacción en la reproducción de contenido puramente racional.

De este modo, los centros formativos modernos contribuyen a que las personas sean más heterogéneas, con líneas formativas y visiones del mundo más personales y auténticas. Al fin y al cabo, nuestra sociedad necesita tanto médicos como cómicos, tanto escritores como abogados, tanto cocineros como ingenieros aeroespaciales.

Nuestra necesidad de controlar todo cuanto nos rodea, nos lleva en ocasiones a temer lo diferente; siendo este el origen de las actitudes racistas y discriminatorias. De este miedo surge la necesidad de homogeneizarlo todo, bajo criterios de eficiencia. Del mismo modo que los procesos de producción industrial se estandarizan para reducir costes, estandarizamos los procesos de formación. Pero sencillamente nuestra forma de aprender no funciona así.

Sería lógico remar en la dirección de nuestra propia naturaleza, y ningún ordenador fabricado hasta la fecha se puede comparar con la capacidad innata de aprendizaje de un niño cuando observa, con los ojos como platos, el trabajo de las infatigables hormigas del parque cercano a su casa.

 

3.5.8. EL INCONSCIENTE COLECTIVO

Siguiendo este viaje apasionante por el área social, por el modo de relacionarnos con los demás, encontramos otro aspecto enormemente curioso: el inconsciente colectivo.

Ya el maestro chino Lao-Tsé postulaba hace más de 2.500 años que la mejor manera de alcanzar el conocimiento era hacernos conscientes de las cosas que nos influyen en nuestra vida diaria, pero que están ocultas. Guiado por los mismos principios, Sigmund Freud desarrolló el término “subconsciente” para referirse al conjunto de ideas y sensaciones que influyen definitivamente en nuestra conducta sin que ni siquiera nos enteremos.

Sin embargo, fue un discípulo de Freud, Carl Gustav Jung, quien elaboró una fascinante teoría basada en la existencia de un inconsciente colectivo, es decir, de una serie de conceptos, sensaciones y motivaciones que compartimos todos los seres humanos en lo más profundo de nuestra mente, y acerca de las cuales apenas sabemos nada.

Podríamos decir que se trata de un lenguaje común a todas las personas, formado por símbolos primitivos, por los pensamientos más antiguos, generales y profundos de la humanidad. Esos símbolos universales son, según Jung, imágenes con un contenido que va más allá de lo que podemos comprender a nivel consciente, y expresan todo aquello que nos resulta extraño o desconocido: el nacimiento, la muerte, el amor, la divinidad… Es decir, todos esos aspectos que también podrían llamarse espirituales. Se trata de una especie de biblioteca universal que todos llevamos dentro de forma innata.

Tal vez ello explique por qué culturas antiguas sin conexión alguna creaban mitos muy parecidos, y que aún hoy perduran, como el de la serpiente simbolizando el mal, o el diablo; mientras que el pez representaba el bien o la divinidad. Del mismo modo, el símbolo del círculo hace referencia en todos los pueblos a la infinitud o la perfección, empleándose con este significado en sus construcciones arquitectónicas, sus representaciones pictóricas, etc.

Pero también muchas leyendas contadas de un modo u otro se han repetido incesantemente. Las historias mitológicas que encontramos en la antigua Grecia, por ejemplo, no distan mucho de ciertos pasajes de los jeroglíficos egipcios o de las culturas precolombinas. Así, los personajes de las historias se repiten una y otra vez (el viejo sabio, el eterno adolescente, la seductora…), como se repiten los refranes o incluso los chistes.

Por último, señalar la importancia que Jung otorgó a los sueños como espacios donde ese inconsciente colectivo fluye de un modo natural, sin restricciones. Un espacio donde también encontramos esas simbólicas serpientes representando nuestros miedos, el agua en señal de los cambios, los monstruos mitológicos, y cuyo significado nos esforzamos por descifrar para conocernos, como proponía Lao Tsé, un poco mejor.

 

3.5.9. MENTES CONECTADAS

Siguiendo con la búsqueda de ese misterioso vínculo que une a cada con persona con las demás, llaman nuestra atención esos comentarios frecuentes de sujetos que relatan increíbles casualidades, relacionadas con la conexión con otros. Estaban pensando en alguien que no veían hace años, y de pronto, esa persona les llama por teléfono. Y, como este, muchos otros ejemplos. ¿Alguna vez te ha sucedido algo parecido?

La empatía es la capacidad que tenemos para entender lo que piensa y siente aquel que tenemos delante, facilitando así nuestras interacciones sociales. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo pasado, que la ciencia localizó fisiológicamente el origen de esta capacidad humana. Fue concretamente en 1996 cuando los científicos Giacomo Rizzolatti y sus colaboradores, descubrieron, por casualidad, las neuronas espejo en la circunvolución frontal inferior y en el lóbulo parietal del cerebro. Estas se caracterizan por reproducir acciones o sentimientos del sujeto que tienen delante. Gracias a ellas, los bebés lloran cuando escuchan llorar a otro neonato, y por ellas saltamos del asiento cuando vemos impactos violentos en la televisión.

Más asombroso aún fue el experimento llevado a cabo a finales de 2013 por el fisiólogo Miguel Nicolelis, quien conectó, en el sentido literal del verbo, dos cerebros de rata. Ambos roedores, separados por kilómetros de distancia en diferentes laboratorios, lograron colaborar participativamente en la resolución de un puzle. Para ello debían procesar estímulos visuales y realizar conductas de forma conjunta. El resultado fue tan exitoso, que actualmente se abre un nuevo campo para la ciencia al existir la posibilidad de crear interfaces cerebro-cerebro en humanos con increíbles ventajas para la psicoterapia.

También se ha hablado mucho de la conexión especial que existe entre las mentes de los gemelos univiterinos. En este sentido, la prestigiosa revista National Geographic publicaba un análisis titulado “Una cosa o dos sobre los gemelos”, donde el periodista Peter Miller recabó datos sorprendentes acerca de cómo estas personas genéticamente idénticas están conectadas a pesar de que vivan a kilómetros de distancia o hayan crecido en senos familiares diferentes.

Señalar por último los trascendentales hallazgos del profesor de física cuántica de la Universidad de Ginebra, Nicolas Gisin, quién demostró que existen partículas entrelazadas o gemelas que poseen increíbles capacidades. Concretamente pudo comprobar que la manipulación de una de ellas provocaba instantáneamente modificaciones idénticas en la otra, pese a que estuvieran separadas por una gran distancia.

Pese a todas estas valiosísimas aportaciones, la ciencia todavía tiene un largo camino por delante, cuando se propone dar explicación a ese increíble, aunque frecuente suceso por el cual dos mentes, en lugares dispares, logran, en un mismo instante, encontrarse.

 

3.5.10. GRADOS DE SEPARACIÓN

Otro aspecto muy interesante de las relaciones sociales tiene que ver con la influencia que ejercen los demás sobre nuestro modo de pensar, sentir y comportarnos en el mundo.

La adolescencia es un período de nuestro ciclo evolutivo en el que comenzamos a relacionarnos con el mundo de forma autónoma. Por primera vez el joven sale de casa sin la supervisión de sus padres, y se ve abocado a desarrollar sus habilidades sociales para relacionarse con los demás. Todavía no tiene demasiada experiencia vital ni unas preferencias perfectamente definidas, por lo que le puede resultar difícil seleccionar aquellos grupos de amigos que más le convienen o con los que más satisfecho se sentirá.

Actualmente, este proceso de socialización se desarrolla, en gran parte, a través de las redes sociales virtuales. Y pese a que debido a su reciente aparición todavía no existen estudios longitudinales esclarecedores, ya podemos intuir la gran relevancia que pueden tener en el desarrollo social de los adolescentes y en el tipo de hábitos que acabarán conformando su vida adulta.

Uno de los momentos trascendentes de este proceso de socialización sucede cuando un joven, que pertenece a un grupo social determinado, comienza a relacionarse con otro adolescente perteneciente a otro grupo, con características y valores diferentes. Este acontecimiento puede ser un punto de inflexión ante el cual los padres deberían prestar especial atención, pues suele conllevar importantes cambios para su hijo.

No queremos proponer una actitud alarmista, ni sugerimos que dicho encuentro deba prohibirse. Pero sí afinar nuestra supervisión. Es cierto que podemos encontrarnos ante una amenaza si nuestro hijo, que desarrollaba sus actividades de ocio en un entorno sano, ahora comienza a tratar con, por ejemplo, un joven vinculado a un ambiente delictivo. Pero también puede tratarse de una oportunidad, si esta nueva amistad, pese a ser diferente a sus habituales compañeros, le aporta experiencias o conocimientos verdaderamente interesantes.

Según la teoría de los lazos débiles de Mark Granovetter, la relación con personas con las que se tiene poco trato puede facilitar el acceso a esferas sociales nuevas y aportar nuevas oportunidades. Además, la súbita aparición de plataformas virtuales como Facebook o WhatsApp permite establecer nuevas relaciones sociales de una forma muy rápida e independiente de las limitaciones geográficas. Esta vertiginosa evolución de la tecnología promueve modificaciones sustanciales en nuestra forma de relacionarnos. Y, con la educación apropiada para su manejo, increíbles oportunidades para aprender, desarrollarnos y relacionarnos con personas más afines, más próximas a nuestro modo de ver el mundo y de sentirlo.

Qué lejos queda ya aquella teoría de los “Seis grados de separación” propuesta por el escritor húngaro Frigyes Karinthy, en 1930, según la cual, cualquier persona en la Tierra está conectada a cualquier otra, mediante de una cadena de conocidos, que no tiene más de cinco intermediarios. Seguramente hoy todos estamos más cerca.

Pero sigamos analizando están curiosas relaciones, aparentemente impredecibles, que unen a los seres humanos.

 

3.5.11. COINCIDENCIAS

Y por ahondar más en el asunto de los acontecimientos impredecibles, analicemos hasta qué punto, los hechos azarosos tienen algo que ver con nuestra realidad afectiva. Porque lo cierto es que las casualidades nos fascinan. Nos sentimos incapaces y deseosos de explicar cómo ciertos hechos, enormemente improbables, suceden. Aunque, por otra parte, si lográramos entenderlos por completo, tal vez, perderían su magia. Imaginemos una llamada equivocada que nos pone azarosamente en contacto con una persona que acabará ocupando un papel importante en nuestra vida. Tropezar con un conocido en un país extraño para ambos. Levantar la mirada espontáneamente, mientras caminamos por la calle, y fijarla en una de los miles de ventanas donde casualmente alguien nos observa. ¿Qué dicen los investigadores ante semejantes sucesos?

Por una parte, está la ya mencionada teoría de los “Seis grados de separación” de Frigyes Karinthy. Por otra parte, pensemos que nuestro recuerdo es selectivo; es decir, recordamos mejor hechos con un tono emocional similar al presente. Además, cuando recordamos, no nos limitamos a rescatar información almacenada hace tiempo, sino que la creamos y la modificamos en el momento en que la revivimos. Por eso podríamos pensar que determinada situación actual es idéntica a otra que nos sucedió en el pasado, sin ser realmente así.

También nuestra atención es selectiva, por lo que, a la hora de interpretar un suceso, nos fijamos solamente en aquellos elementos que encajan con nuestra hipótesis inicial, y despreciamos aquellos que la contradicen. Eso explicaría por qué podemos creer que cada vez que, por ejemplo, nos cruzamos con un gato negro, nos ocurre algo desgraciado: porque cuando no ocurre, simplemente no lo tenemos en cuenta, no lo recordamos. Otro efecto, identificado por el psicólogo estadounidense Leon Festinger, acerca de la reducción de la disonancia cognitiva, explica que cuando elegimos entre dos opciones igualmente deseables, una vez tomada nuestra decisión, inconscientemente centramos nuestra atención en las características positivas de lo elegido y en las negativas de lo rechazado. Con ello, reforzamos nuestra decisión y reducimos la ansiedad generada por el miedo ante la posibilidad de habernos equivocado.

También se ha comprobado que tendemos a relacionarnos con aquellas personas que se encuentran en un tono emocional similar al nuestro. Esto explica que personas vitales coincidan con personas vigorosas, mientras que los más bajos de ánimo se agrupen con otros que atraviesan un momento más depresivo. No es casual, sino que atraemos lo que somos, o más precisamente, lo que sentimos.

Otro de los muchos factores que contribuyen a que percibamos ciertos hechos como casualidades inexplicables, lo explican los expertos en márquetin quienes afirman que la sociedad puede segmentarse en grupos homogéneos de acuerdo con unos criterios. Así, las conductas futuras de dichos individuos pueden preverse como grupo. De ello se deduce que personas con características similares realizarán probablemente conductas parecidas.

Sin embargo, pese a todo lo dicho, ciertas coincidencias, sencillamente, no pueden justificarse. Pertenecen, afortunadamente todavía, al mágico terreno de lo inexplicable.

 

3.5.12. HOMEOSTASIS SOCIAL

Desde otro ángulo del mismo rompecabezas, podemos analizar cómo se autorregulan socialmente nuestras emociones, y cómo llegan a formar parte de algo más amplio, de una especie de cuerpo colectivo.

El concepto de homeostasis hace referencia al equilibrio interno de nuestro organismo que permite su conservación. Nuestro cuerpo se autorregula, gestionando materia y energía a través del metabolismo y otros procesos. Esta ansiada y necesaria armonía atañe también a la temperatura corporal, el pH, etc. Miles de funciones internas se mantienen en constante búsqueda de ajuste, sin llegar jamás a alcanzarlo por completo. Pensemos que, cada poco tiempo, sentimos hambre, sueño, cansancio. Hasta la necesidad de oxigeno se vuelve necesaria cada pocos segundos.

A nivel psicológico también existen unas necesidades que satisfacer para alcanzar la homeostasis. En este caso se trata de asuntos como la autoestima, la confianza, la seguridad, la pertenencia… Todos requerimos unos niveles mínimos en estos parámetros para manejarnos con seguridad en las demandas cotidianas y en las interacciones sociales, pero siempre existe un ligero desequilibrio que nos lleva a sentirnos «algo insatisfechos», o «algo culpables». Y ello provoca el movimiento, nos empuja a mejorar. Obviamente cuando dicho desequilibrio es más grande, comienzan los problemas psicológicos.

Pero fue el médico y neurólogo inglés William Ross Ashby quien, en la década de 1940, extendió el concepto al entorno interpersonal. Así trató de analizar cómo afrontan los miembros de una familia los cambios y conflictos que se originan en su seno, con el fin de mantener la armonía.

En la citada homeostasis familiar o social, una estrategia esencial es la compensación. Las personas con un buen desarrollo intelectual y emocional tienden a buscar estados de equilibrio con los que les rodean. Resulta muy curioso detenernos a observar cómo nuestro propio comportamiento se modifica en función de la persona con la que interaccionamos. Con algunos sujetos nos mostramos serios y correctos, con otros se despierta nuestra faceta cómica. Con ciertos amigos somos precavidos, con otros arriesgados. En realidad, estamos constantemente realizando ajustes y compensaciones para encontrar la armonía, el equilibrio en cada interacción.

También existen relaciones fatigosas en las cuales dicha homeostasis sólo puede hallarse en la distancia. Imaginemos una persona cercana que desarrolla una conducta muy inestable. Para tratar con ella debemos compensar constantemente sus vaivenes emocionales y aceptar situaciones que nos obligan a descuidarnos a nosotros mismos. Tal vez, en estos casos sea precisamente mediante un trato esporádico el único modo de encontrar el equilibrio.

Por el contrario, con otras personas no necesitamos realizar muchos esfuerzos para sentirnos a gusto. Aquellas que despiertan la mejor versión de nosotros mismos, con las que podemos mostrarnos auténticos, porque se encuentran en sintonía con nuestra propia frecuencia, las que comparten objetivos comunes y enfoques similares de la realidad. Estas suelen ser las que elegimos para acompañarnos en nuestro viaje.

 

3.5.13. EL CAPITAL HUMANO

Otro aspecto fundamental de nuestra vida social, a la que dedicamos más tiempo que a cualquier otra, es el puesto de trabajo. En este punto, resulta de especial importancia contemplar las actitudes y aptitudes de las personas con las que convivimos en el entorno profesional

Enmarcados en el ámbito de las teorías económicas, es frecuente referirse al capital humano como el valor que aportan a los resultados empresariales las aptitudes de los empleados en su desempeño de las tareas. De tal modo, si nos proponemos mejorar la formación de los trabajadores a través de cursos de reciclaje, probablemente obtendremos un determinado aumento de los beneficios.

Pero, si lo pensamos detenidamente, estas consideraciones, pueden resultar insuficientes, incluso superficiales en el terreno práctico. Imaginemos, para explicarnos, que deseamos desarrollar un proyecto. Tenemos en mente montar una pequeña empresa. Partimos de una gran idea, que nos parece que no está muy explotada y que de seguro será todo un éxito. Si disponemos de capital suficiente, cualquier experto nos recomendará contratar un estudio de mercado que nos ilustre acerca de las condiciones óptimas en las que dicho negocio debería implantarse. ¿Se trata de un restaurante de comida tradicional? En ese caso, nos aconsejarán ubicarlo en tal avenida, emplear determinados colores, publicitarnos de un modo específico, etc.

Nosotros seguimos a rajatabla todos estos consejos, pero, para nuestra desgracia y tras invertir todos nuestros ahorros, el proyecto no termina de cuajar. En pocos meses nos vemos, lamentablemente, obligados a tirar la toalla. ¿Qué ha sucedido? Nos preguntamos incrédulos y frustrados. ¡Seguimos con detalle todas las recomendaciones de los analistas!

Probablemente, hemos desatendido las variables personales o psicológicas. Es decir, ¿alguien nos informó acerca de la actitud necesaria para una empresa de este tipo? ¿Alguien se detuvo a valorar nuestra capacidad para afrontar las adversidades y las contingencias, manteniéndonos firmes en nuestro objetivo? ¿Alguien midió la autoestima que necesita una persona para convertirse en un emprendedor de éxito? Si es capaz de gestionar los conflictos internos en el equipo de trabajo, o si su empatía para comprender al cliente es suficientemente fina. ¿Nos percatamos de la importancia de estar entrenados en el desarrollo de ciertos valores como la constancia o la perseverancia? Puede que en este momento vital no dispongamos de ese hábito.

A la luz del ejemplo, no parece descabellado plantearse algunas variables psicológicas a la hora de desarrollar un proyecto. Es frecuente que restemos importancia a este tipo de información por resultarnos quizá demasiado abstracta e inmanejable. Pero recordemos que existen especialistas para ello. Las variables psicológicas del equipo que desarrolla una actividad son probablemente la principal causa de su éxito o de su fracaso. Prestemos atención a las personas. Porque, ciertamente, existen algunas capaces de lograr cosas increíbles; algunas que tienen un don…

 

3.5.14. EL DON DE AYUDAR

Existen personas que han nacido para ayudar. No importa cuál sea su profesión, -médicos, camareros, ingenieros o periodistas-. Es fácil reconocerlos porque siempre están ahí cuando se les necesita. Diariamente tienen una frase agradable que excede lo que las obligaciones de su puesto laboral requieren. No muestran dificultad para comprendernos, y asombrosamente, no piden nada a cambio de esa amabilidad.

Según filosofías de ciertos sectores de India, hay personas que se centran mayormente en dar y otras que lo que pretenden, a cualquier precio, es recibir. Para estos Maestros de la Vida hindúes, el egoísmo es el verdadero mal del ser humano, y aquellos quienes tratan de absorber todo cuanto pueden de los demás, suelen acabar solos y vacíos, por más riqueza que acumulen o más personas que se muevan a su alrededor. Por el contrario, aquellos que eligen ofrecer, se sienten siempre llenos.

Verdaderamente, trasladar estos conceptos a nuestra cultura podría resultar complicado. Sin embargo, y de manera espontánea, nosotros ya empleamos con facilidad términos como “crisis de valores” y vamos siendo conscientes de que las estrategias para enriquecernos a cualquier precio suelen conducir a la bancarrota, o al menos al vacío interior. De forma que probablemente, ambas culturas están, en ciertos sentidos, más próximas de lo que podríamos suponer.

Desde el enfoque psicológico/terapéutico, también podemos encontrar individuos que se centran en las dificultades de los demás como mecanismo de evitación por sentirse incapaces de afrontar sus propias dificultades. Sin embargo, esta conducta, en realidad irresponsable con uno mismo, no provoca satisfacción, sino sentimiento de carga. Y, en consecuencia, la persona no disfruta de ese ayudar, sino que lo vive como un sacrificio.

Pero a quienes queremos referirnos hoy es a aquellos que no realizan verdaderos esfuerzos, ni siquiera elaboran demasiado sus creencias. Sencillamente se sienten cómodos sirviendo a quienes les rodean. Incluso podemos ir más allá: ¿Quién puede decir que la envidia le hace feliz? ¿O la codicia? Pero ¿qué sentimos cuando ayudamos a alguien, o incluso a nosotros mismos?

Ayudar no significa pensar por el otro, ni tomar las decisiones que le corresponden a él. Ni empeñarse en que la otra persona se comporte como nosotros creemos que debería hacerlo para superar un problema o sentirse mejor. Ayudar consiste en facilitar que alguien logre su objetivo. Consiste en escucharle y decidir si estamos dispuestos a allanarle el camino que él ha elegido. De ese modo, no encontraremos una carga, sino, tal vez, un don.

 

3.4.15. EL BUSCAVIDAS

Este es el tipo de persona directamente opuesta a aquella a que acabamos de describir. Del mismo modo que existen seres con una capacidad excepcional para ayudar a los demás, hay quienes manifiestan unas actitudes mucho más centradas en sí mismos y que elaboran curiosas creencias para justificarse. Nos referimos a pensamientos del tipo: “Muchas situaciones de la vida me han hecho daño, por lo tanto, es justo que ahora yo me cuide, aunque eso implique que otra sufra”. En la literatura tradicional, a este tipo de sujetos se les ha denominado “buscavidas”.

Obviamente, ni la conducta ni la forma de pensar de los seres humanos es permanente. Evolucionan, son moldeables. Por eso no creemos que etiquetar aporte más que problemas y errores. Pese a ello, sí podemos hablar de un conjunto de características que identifican a una persona durante una determinada etapa de su vida. Los rasgos que definirían pues a estas personas de las que hablábamos, son: sujetos que no logran mantener sus trabajos el tiempo suficiente para alcanzar la estabilidad. Que deben, por lo tanto, apoyarse en otras personas que sí desarrollan actitudes responsables. Estos últimos suelen ser más vulnerables de lo habitual al engaño, aspecto que los primeros detectan con especial acierto.

Otra seña identificativa es un cierto encanto personal que resulta atractivo a los demás y que utilizan para lograr sus fines. No es extraño que un sujeto inocente o desprejuiciado se deje embaucar por un buscavidas que sabrá generar la confusión suficiente para que sus estratagemas queden enmascaradas, al menos durante el tiempo necesario para desaparecer con el “botín”. Igualmente puede percibirse en ellos algún grado de insensibilidad con los perjuicios que puedan causar a su alrededor. No llegan a sentirse culpables por los abusos que cometen, ya que siempre cuentan con alguna elaborada justificación que los avale.

Por esa inestabilidad laboral de la que hablábamos, sus currículums son tan vivaces como mediocres e inconexos, lo que no facilita precisamente el acceso a nuevos puestos de trabajo. Además, muchas veces cambian de residencia ya que, pasado un tiempo, o bien esquilman el lugar, o bien aparecen nuevas y mejores oportunidades en otro sitio.

Por si fuera poco, para justificar sus comportamientos, suelen proclamar una visión de la vida, la sociedad y las convenciones, muy «liberal», ubicándose por encima de muchos «prejuicios morales». Todo ello es únicamente, un modo de justificar, como decimos, su falta de ética y su irresponsabilidad con los demás.

Como vemos, la motivación para actuar de este tipo de personas es un sentimiento de injusticia que han experimentado en su relación con los demás. Ello reafirma la tesis que venimos proponiendo en este libro de que son las emociones las que definen la esencia de nuestro comportamiento. Es la propia arquitectura de las emociones de cada ser humano lo que explica su modo de ser. Encontramos exquisitas descripciones de personajes de este tipo en novelas como “Viaje al fin de la noche” de Louis-Ferdinand Celine, o “El Desaparecido” de Franz Kafka, y evidentemente “El lazarillo de Tormes”. Ante estos casos, podemos sugerir una revisión personal de la escala de valores, entendiendo que tal vez, la situación de escasez nos brinda esa oportunidad. Y, en este sentido, tal vez pensar que frente al estéril egoísmo se encuentra la fértil y enriquecedora actitud cooperativa.

 

3.5.16. LA PRIMERA PALABRA DE LA HUMANIDAD

Pero hagamos un alto en el camino para proponernos un reto intelectual, un juego que nos ayude a entender mejor nuestra naturaleza. Imaginad que nos propusiéramos conocer cuál fue la primera palabra que verbalizó un ser humano. La idea puede parecer absurda, peo si pensamos que algo empujó a aquel primer homo sapiens a emitir un sonido cargado de significado semántico, y consideramos que semejante salto cualitativo para la humanidad, debió de estar hondamente justificado, es decir, que no podría ser una trivialidad, entonces el juego puede cobrar interés.

Ciertamente, el salto definitivo de la animalidad a la humanidad se produjo gracias a la expresión oral. Desde ese momento, la capacidad de articulación de los fonemas de los primeros hombres fue volviéndose cada vez más exacta y compleja, hasta lograr transmitir ideas y sentimientos.

Según Ralph Linton, uno de los más destacados antropólogos estadounidenses de mediados del siglo XX, el lenguaje hablado se ha derivado de gritos animales; ahora bien, no se sabe cuándo ni cómo nuestros antecesores realizaron el considerable adelanto que supone el simbolizar las ideas por medio de grupos de sonidos, aunque es probable que sucediera, al menos, hace un millón de años, en la época en que comenzaron a utilizar utensilios y a manejar el fuego.

El autor opina que las primeras palabras surgieron con el propósito de comunicación entre los miembros del grupo y de identificación de las cosas y los animales que tenían a su alcance. Y que, gracias a esta capacidad de transmisión, fue posible la cultura.

Por otra parte, la capacidad de nombrar una idea, sentimiento o cosa logra crear un concepto en nuestro cerebro. Y así, gracias a la palabra, somos capaces de recrear ese concepto en nuestra mente a pesar de que no esté presente. Escuchando a un semejante, podemos ponernos en su lugar y experimentar algo parecido a sus propios sentimientos. Podemos también mezclar diferentes palabras o conceptos y crear ideas nuevas por oposición, adicción o interacción.

Sin embargo, tratar de averiguar cuál fue la primera palabra que verbalizó un humano supone un reto intelectual interesante que extendemos a nuestros lectores. Además, la cuestión resulta de gran interés si tenemos en cuenta que aquel término debía representar una parte importante de nuestra esencia humana. Para encontrar esos primeros fonemas que emitió aquel antepasado, tratando de generar una reacción determinada en un semejante, podemos considerar varias circunstancias:

En primer lugar, que el lenguaje oral es una forma de comunicación entre dos o más individuos.

En segundo lugar, que el ser humano es un ser social, que se beneficia de la colaboración (y no de la competencia) con otros miembros de su especie.

En tercer lugar, que el salto cualitativo que suponía trascender los métodos habituales de comunicación, probablemente basados en gestos, y recurrir a un mensaje oral, debía responder a la necesidad imperiosa de obtener una reacción concreta en el oyente. Y la necesidad más imperiosa en cualquier ser vivo es la supervivencia.

Por todo ello, podemos proponer, que aquella primera palabra, sin conocer evidentemente su forma, debía significar algo así como “¡Ayúdame!”.

 

3.5.17. LA RECONCILIACIÓN

A la hora de comprender la conducta humana, parece fundamental detenernos en los principios y valores que la rigen. Estos tienen un poder esencial en la génesis de nuestros comportamientos, y de ahí que tantas disciplinas se haya esforzado por definirlos: filosofía, religión, política, etc.

Pero algunos de esos valores o principios son ciertamente difíciles de aplicar. Si hablamos, por ejemplo, de reconciliación o de perdón, podemos imaginar que no son tareas fáciles, y mucho menos, cuando nos encontramos antes agresiones que destrozan nuestra vida. En esos casos en los que un sujeto nos causa un daño irreparable y afloran en nuestro interior profundos sentimientos de odio, de rencor, de sed de venganza. Es entonces cuando la realidad nos confronta directamente con lo que realmente somos.

Un perfecto escenario para comprender estas realidades lo encontramos en el panorama social que existe actualmente en un país como Colombia; afectado por una guerra civil en la que desde hace 50 años se enfrentan la guerrilla y el Estado. Medio siglo en el que muchas personas han sufrido el asesinado de miembros de su familia y, pese a ello, parece existir en el territorio una clara intención perdón. Un perdón o una reconciliación entendidos como único camino para gestionar su dolor y lograr una reconstrucción social que pretende evitar situaciones parecidas en el futuro. Esta reconciliación no se centra tanto en exculpar a los agresores -sean del bando que sean-, sino en lograr que los familiares de las victimas puedan superar su dolor.

Cuando alguien nos agrede violentamente, se produce una curiosa reacción psicológica: generamos una especie de cordón umbilical emocional con el agresor. Pensamos en él de forma obsesiva, y nuestra vida se vuelve más triste, más oscura, y poco a poco nos vamos envileciendo.

Existe un proceso de duelo que de forma dolorosa pero natural nos facilita superar la pérdida del ser querido, pero también debe producirse una desvinculación del agresor, el perdón, que nos permita volver a nuestra vida ordinaria, dejar de odiar, cortar ese cordón umbilical emocional con el agresor. Dejar de desear que él sufra para desearnos y procurarnos a nosotros mismos un merecido bienestar.

A largo y ancho de la geografía colombiana encontramos múltiples ejemplos de madres y padres que lograron perdonar a las personas que habían acabado con la vida de sus hijos, aunque cueste creerlo. Héroes de la vida cotidiana que, pese a aceptar su dura realidad, mantienen la esperanza de que, algún día, la violencia terminará.

 

3.5.18. DIFERENCIAS DE GÉNERO

A lo largo del siglo XX se inició una importantísima lucha social en pro de equiparar los derechos de los seres humanos sin importar sus creencias, el color de su piel, o su género. Pese a todo, aún queda para las generaciones actuales un largo camino por recorrer en este sentido.

Pero el hecho de que todos debamos disponer de los mismos derechos no significa que seamos iguales. Las diferencias y el reconocimiento de estas permiten que no se pierda nuestra esencia, y este aspecto también es esencial.

En lo referente al género, existen importantes diferencias entre los seres humanos. Recientemente, por ejemplo, un estudio de la universidad de Pensilvania, que analizaba la conectividad cerebral de mujeres y hombres analizando su actividad mental, encontró que los hombres son en promedio más aptos para aprender y ejecutar una sola tarea, como andar en bicicleta, esquiar o navegar; mientras que las mujeres tienen una memoria superior y una mayor inteligencia social, que las vuelve más aptas para ejecutar tareas múltiples y encontrar soluciones para el grupo.

Pero, como sabemos, la científica no es la única forma de conocimiento. Nos parece enormemente interesante detenernos en la visión de otros grandes pensadores que influyeron enormemente en el pensamiento occidental, y quienes desde su época y su cultura opinaron acerca de este asunto.

Revisando la obra del novelista húngaro Sándor Márai encontramos una curiosa cita: “Las mujeres conocen la esencia, y los hombres los conceptos. Ellas no requieren de palabras grandilocuentes”. Y más adelante, vuelve a aludir al género masculino afirmando que “En todos ellos hay un espacio reservado, como si quisieran ocultar parte de su ser y de su alma a la mujer que aman, como si dijeran: -Hasta aquí querida, y no más allá. Aquí, en la séptima habitación, quiero estar solo-”.

Según el filósofo Friedrich Nietzsche, uno de los pensadores más influyentes del siglo XIX, “En la mujer todo es enigma. (…) Para la mujer, el hombre es un medio. Pero para el hombre, que ama sobre todo el peligro y el juego, la mujer es el juguete más peligroso. (…) El hombre es más niño que la mujer. En todo verdadero hombre se oculta un niño, un niño que quiere jugar”.

Por su parte, el escritor ruso Dostoyevski, menciona en su conocida obra El jugador: “He preguntado a muchos una definición de la mujer y nadie ha sido capaz de dármela. Le pregunté al diablo y desvió la conversación; así evitó confesar su ignorancia”.

En suma, dos realidades, entre cuya coexistencia, discurre el milagro de la vida.

 

3.5.19. SINERGIAS

Cuando analizamos la magnitud de las aportaciones de algunos seres humanos a sus semejantes no es difícil maravillarse con sus logros. Vicente Ferrer y su trabajo de cooperación en India, Stephen Hawking y sus hallazgos en el campo de la astrofísica, o John Lennon y su impacto musical.

Todas estas personalidades, además de su evidente talento, tienen una característica en común: se consagraron a un bien mayor que ellos mismos. Dedicaron toda su energía a lograr sus objetivos. Como diría el psicólogo estadounidense Abraham Maslow, alcanzaron la sublimación.

Y ello sólo puede lograrse cuando enfocamos nuestra energía y nuestra atención en una misma dirección, generando sinergia. La sinergia se entiende como el efecto extra que producen varias fuerzas por el sencillo hecho de que su acción se realice de forma conjunta o solapada. Un efecto mayor, sin duda, del que ninguna de esas fuerzas hubiera podido generar en caso de aplicarse aisladamente.

Este concepto ya se ha empleado en sociología para analizar las relaciones dinámicas entre los grupos o los individuos. Pero desde la psicología, podemos analizarlo de forma intraindividual, es decir, refiriéndonos a las fuerzas que operan dentro de un individuo.

Efectivamente es muy frecuente que las personas distraigamos nuestra atención en multitud de tareas, y que muchas de ellas tengan objetivos distintos, a veces hasta opuestos. Podemos, por ejemplo, dedicar parte de nuestros recursos económicos a decorar a nuestro gusto nuestra vivienda, mientras tratamos, por otra parte, de venderla. Podemos tratar de construir una preciosa relación de pareja dedicándonos a ello con decisión, mientras nos preparamos estratégicamente para afrontar la soledad. O sencillamente podemos dedicarnos a un sinfín de tareas con tal de ocupar nuestro tiempo y no afrontar así el hecho de que ninguna de ellas nos satisface.

Imaginemos dos camiones enormes, con gran potencia en su motor, dispuestos uno frente al otro, que se obstinan en desplazarse hacia adelante. Pese al gasto de energía, lo más probable es que no vayan muy lejos.

En cambio, cuando nuestras energías, nuestra atención, la mayoría de nuestros objetivos se encauzan en un mismo sentido, podemos alcanzar logros que nos parecían inaccesibles. Si nuestras actividades laborales están muy cerca de nuestros hobbies, y encontramos el modo de que la gran mayoría de nuestras acciones alimenten ese mismo fin, es probable que lleguemos a la meta. Como dicen, «el mundo entero se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe a dónde va».

 

3.5.20. AGRADECIDO

Según el genial director neoyorquino, Woody Allen, la diferencia entre la comedia y la tragedia es que, en la comedia, sus personajes encuentran la forma de sobreponerse a sus desgracias. En cierto sentido, muchas personas tienden a prestar más atención a los problemas que experimentan, en lugar de centrarse en aquellos puntos en los que están siendo exitosos, en sus virtudes, en sus fortalezas. Con ello es fácil caer de forma mantenida en la queja, o en el sufrimiento. Desde este enfoque desesperanzador, la angustia se prolonga indefinidamente, y usualmente nos volvemos egoístas, pensando que necesitamos con urgencia ciertos elementos de los que carecemos. Muy probablemente, este es el camino que nos irá dejando vacíos. Y, lo más importante, es que esa actitud la hemos elegido nosotros mismos.

Según la Real Academia Española, la gratitud es la expresión y reconocimiento de lo que otros hacen por nosotros, mediante su servicio o ayuda. Entendemos que se trata de reconocer o dar valor, a lo que otras personas hacen por nosotros, dar valor a nuestras propias circunstancias. Al agradecer, estamos siendo conscientes de que, de algún modo, somos afortunados, y se nos ofrece la posibilidad de devolver esa atención. Con ello salimos de nosotros mismos, dejamos de mirarnos amargamente el ombligo y nos abrimos a una esfera mayor, donde tienen cabida otras personas u otros factores. Y esto es esencialmente, sano.

La ingratitud que se observa en ciertos niños les lleva a pensar que el mundo tiene que servirles incondicionalmente y por lo tanto, apenas tienen en cuenta las valiosas funciones que cumplen las personas de su alrededor. Están probablemente abocados a la frustración al verse inmersos poco a poco en una realidad que no se corresponde con sus expectativas.

Por último, citamos un ejemplo que a todos nos puede servir de inspiración. Conocí una paciente joven a la que le había sido trasplantado el corazón. La chica acostumbraba a celebrar cada aniversario de la operación con una cena en la que leía en público una carta de agradecimiento al donante. Sus palabras eran sinceras y emocionantes. Me sorprendió porque frecuentemente las personas que han recibido un órgano suelen generar ideas desagradables e irracionales acerca de la procedencia de este y, como sabemos, en muchos casos, el propio cuerpo provoca rechazos. Eso, a fecha de hoy no ha ocurrido con esta paciente. Uno podría pensar, que su actitud tiene algo que ver.