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3.2. Nivel individual

3.2.1. PENSAMOS CON EL CEREBRO, SENTIMOS CON EL ABDOMEN

Como recientemente ha publicado Michael Gershon, investigador de la Universidad de Columbia, en su libro “El segundo cerebro”, los seres humanos tenemos otra área cerebral compuesta por unos 100 millones de neuronas a lo largo de las paredes del tubo intestinal.

Dichas neuronas no gestionan pensamientos racionales propiamente dichos, pero sí regulan las emociones, influyendo en el estado de ánimo y en los hábitos de sueño. Debido a ello, cuando nos encontramos ante una situación angustiosa, sentimos efectivamente que el estómago se nos cierra. Además, su función no es en absoluto secundaria; algunos de los neurotransmisores más importantes, como la serotonina, se encuentran especialmente en el intestino. Dicha sustancia, también llamada, hormona de la felicidad, regula nuestros accesos de ira, facilitándonos el ser capaces de detenernos a tiempo cuando sentimos rabia, en lugar de actuar impulsivamente. También influye en nuestro estado de ánimo, en nuestra temperatura corporal, en nuestros hábitos de sueño, en la sexualidad, y en el apetito. –Que no es poco-. De hecho, el exceso de serotonina en el intestino está, según los investigadores, directamente relacionado con síndrome de colon irritable.

Por el contrario, la falta de serotonina se relaciona con el estreñimiento crónico, así como con un estado de ánimo pesimista y un escaso apetito sexual.

Nuestras neuronas estomacales producen también benzodiacepinas, las moléculas que usamos como ansiolíticos para relajarnos e inducir el sueño, así como para reparar los músculos contracturados. Por eso es muy beneficioso practicar un automasaje en la tripa y la respiración profunda hinchando la parte de los pulmones próxima al abdomen.

Recordemos que nuestro sistema digestivo es el primer y más eficaz mecanismo defensivo ante las infecciones, y que, cuando este sistema depurativo funciona mal, otro órgano, como la piel, se ve obligado a reemplazarle en su función. Esto puede producir consecuencias como dermatitis, psoriasis, acné, piel atópica, manchas, etc.

Señalar, por último, que ambos cerebros, el situado en el interior del cráneo, y el ubicado en el intestino se comunican a través del nervio vago, cuya estimulación, por cierto, provoca efectos positivos en el tratamiento de la depresión y de la epilepsia.

Por todo ello, parece claro que, desde la digestión se puede influir en nuestras emociones, como acertadamente plantea la gustoterapia. Si aprendemos a escuchar a nuestro estómago, podremos llegar a estar más sanos y equilibrados.

 

3.2.2. ESTUDIOS SOBRE LA FELICIDAD

Los estudios recientes han demostrado que la felicidad que experimenta una persona puede llegar a modificar su configuración genética, fortaleciendo su sistema inmunológico y sus genes antivirales. Además, se ha comprobado que la felicidad estimula la actividad de todo el cuerpo. Esto se comprobó en un experimento con 701 participantes, en el cual se midió su activación corporal en función de las diferentes sensaciones que estaban sintiendo. Aquellas personas que, efectivamente, se encontraban felices, presentaban actividad en todo su organismo.

También se ha demostrado que la felicidad online es contagiosa, y que las personas son más dichosas cuando se ayudan entre sí. En cuanto a las diferencias por edades, se observó que los grupos de edad más avanzada lograban extraer más placer de las experiencias relativamente comunes, como pasar tiempo con la familia, la mirada de un ser querido o un paseo por el parque.

De todo ello, deducimos que la felicidad no está condicionada por las adquisiciones materiales, de hecho, las personas más materialistas son menos felices, según los estudios, ya que están orientadas hacia objetivos futuros y tienden a experimentar frustración o insatisfacción con más frecuencia.

Hemos de tener en cuenta que la felicidad es un sentimiento, no una idea, por lo tanto, no se trata de algo que pueda adquirirse por medio de la razón. El sentimiento tiene más que ver con las experiencias, y la razón, con sus algoritmos y sus planes no logra acercarse a ella, por más que resulte eficaz para generar beneficios económicos. Imaginemos que adquirimos un viaje en crucero. Podremos pagar un excelente camarote, y un entorno exquisito, pero eso no garantizará en absoluto que disfrutemos del viaje. Las experiencias no pueden comprarse.

La felicidad depende, realmente, del modo en que nos relacionamos con nuestro entorno, pudiendo así llegar a ser muy felices en condiciones adversas, en etapas de estrechez económica, incluso ante problemas de salud. Irritarse en un atasco de circulación es algo que elegimos, aunque no lo parezca.

La manera más satisfactoria de relacionarse con nuestro entorno consiste en aceptar lo que nos sucede, no darles excesiva trascendencia a los acontecimientos, no obcecamos ni pretender controlar a las otras personas, sino más bien, encaminarnos hacia unas metas, pero permaneciendo en el presente, que es el único lugar donde no existe la ansiedad. Por todo lo dicho, entendámosla como un regalo para hacernos a nosotros mismos.

 
 

3.2.3. LA AUTOESTIMA

Adentrándonos en el espacio en el que la persona se relaciona consigo misma, identificamos la autoestima, y la entendemos no tanto como la suma de las creencias y percepciones que tenemos acerca de nosotros mismos, sino más bien al conjunto de sentimientos y afectos propios. Es decir, podemos ser conscientes de que nos queda mucho por mejorar, que podríamos haber obrado mejor en determinada situación y que en ciertas ocasiones nos gobierna el egoísmo, o que nos dejamos avasallar por los demás. Sin embargo, puede que nos perdonemos estos errores, que nos demos más oportunidades para mejorar y nos tratemos con paciencia y confianza en que poco a poco seremos personas mejores.

Por el contrario, también podemos alcanzar niveles de excelencia en la ejecución de muchas tareas, y sin embargo, ser tan autocríticos, que nada nos sea suficiente. Que cada pequeño error nos lleve a despreciarnos, odiarnos o insultarnos (más adelante hablaremos del diálogo interno).

De forma que la autoestima se basa, fundamentalmente en el afecto y en el conjunto de emociones y sentimientos hacia nosotros mismos.

Pese a todo, ese afecto no ha de ser «porque sí». Debe estar basado en la realidad.

De hecho, como afirma, en contra de la opinión sostenida durante décadas, la prestigiosa psicóloga estadounidense Jean Twenge, una alta autoestima no facilita necesariamente que una persona alcance éxitos en su vida. Twenge analizó la evolución de centenares de estudiantes estadounidenses en un sistema educativo que promovía una elevada valoración de sí mismos, y concluyó que esta línea promovía en ellos actitudes narcisistas y una falsa seguridad, que muchas veces les conducían a expectativas irreales acerca de su futuro; con la consiguiente frustración posterior.

La realidad humana se divide en dos universos bien diferenciados: el interno y el externo, pero es fundamental que exista coherencia entre ambos. La suma de pensamientos y sensaciones que se dan en nuestra mente debe de tener una concordancia directa con lo que sucede en el exterior. Lo saludable es la armonía entre las entradas de información que recibimos a través de nuestros sentidos (imputs) y las conductas que realizamos para modificar el entorno (outputs). Así, observar un suceso triste, genera en nosotros una sensación que puede llevarnos a realizar una conducta de forma instintiva, como llorar. En otras ocasiones, la respuesta no es tan impulsiva, sino el resultado de una larga deliberación interna que nos lleva a emitir un razonamiento elaborado. Pero sea como fuere, podemos pensar que, la salud mental de un ser humano tiene mucho que ver con el hecho de que ambos “universos” se encuentren bien conectados, y no existan demasiados filtros entre ellos.

Supongamos el caso de alguien que, tras recibir una agresión, se siente incapaz de exteriorizar su dolor. Los filtros del miedo, de la deseabilidad social, de la vergüenza… están bloqueando ese canal de salida. Y aquí podría hallarse el origen de un problema psicológico. Las causas pueden ser muy variadas, y sobre ellas será conveniente reflexionar detenidamente para “desatascar” ese canal.

En el sentido contrario, uno puede generar en su mundo interno una realidad idealizada de sí mismo, a base de desatender los estímulos que le llegan del exterior. Sería el caso de una persona que recibe la misma crítica de todos cuantos le rodean, pero prefiere mirar para otra parte.

Nuestra autoestima debe basarse en la realidad de quienes somos. De este modo, si verdaderamente experimentamos una baja autoestima, podremos concentrar nuestras energías en mejorar nuestras acciones, para optimizar así nuestros resultados. Depurar nuestro desempeño. De ese modo alcanzaremos éxitos que realmente nos satisfagan. Como Woody Allen dijo: “Odio la realidad, pero es el único sitio donde se puede comer un buen filete”.

 

3.2.4. LA RELACIÓN CON LOS OBJETOS

Continuemos aportando indicios que apoyan nuestra idea central de que somos, en esencia, seres afectivos, y que nuestra relación con el mundo está basada más en aquello que sentimos que en lo que pensamos racionalmente.

Como afirma Julio Cortazar en uno de sus poemas, «Uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amo la vida, y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas». La mayoría de las personas, especialmente a partir de una cierta edad, mantenemos una relación afectiva con algunos lugares, habitualmente porque los asociamos con vivencias importantes, especiales, que crearon una huella mnésica, un recuerdo. A través del olfato, que es el sentido con mayor poder evocador, reconocemos, casi inconscientemente, ciertos aromas. Al entrar por ejemplo a la casa de nuestra infancia, subir al desván, bajar al jardín… vamos identificando cada uno de los olores, y acuden a nuestra mente todos los recuerdos de lo que allí vivimos.

Además, también desarrollamos lazos afectivos con los objetos. Esto puede suceder por su contenido simbólico, como es el caso de un anillo, o una pulsera, que representa nuestra vinculación con una persona. Una señal de amor, por ejemplo. Los seres humanos necesitamos crear símbolos que otorguen significados más allá de los que el objeto posee por sí mismo. Gracias a estas representaciones concretas alcanzamos una sensación de control sobre aquellas sensaciones escurridizas que pretendemos retener. Por ejemplo, al anillo que colocamos en nuestro dedo durante la celebración del matrimonio le llamamos «alianza». Con ello representamos una unión con la persona amada que se prolongará en el futuro. Pero no existe una absoluta certeza acerca de la estabilidad de la relación y del amor ante posibles dificultades venideras. Sin embargo, ese anillo nos aporta la sensación de seguridad, además de otras funciones de comunicación social. Del mismo modo que ponernos una camiseta de nuestro grupo favorito nos hace sentirnos más cerca del mismo.

 

Otra forma de vincularnos emocionalmente con los objetos es el animismo. Se trata esta de una creencia de matiz religioso según la cual todos los objetos (así como cualquier elemento natural – montañas, ríos, etc.-) están dotados de alma. Aunque nos parezca algo alejado de nuestra cultura, seguramente conocemos a personas que se comportan con ciertos objetos de un modo afectivo, ya sean sus libros, su ordenador, su teléfono móvil, sus pantalones vaqueros, su coche, su guitarra. Objetos que nos han acompañado en muchas ocasiones, con los que efectivamente desarrollamos sentimientos. Y esto se vuelve más claro el día que tenemos que despedirnos de ellos.

Las personas somos seres afectivos. Encontramos nostalgia en una puesta de sol, y sentimos vigor frente a un amanecer. Identificar estos afectos es una forma de disfrutar de ellos, y de prevenir situaciones patológicas para que esos lazos no se tornen demasiado apretados.

 

3.2.5. LO QUE PENSAMOS QUE MERECEMOS

Pero ese afecto hacia nosotros mismos del que hablábamos cuando analizábamos la autoestima, así como lo que sentimos hacia los propios objetos, puede ser influido por el afecto que nos ofrecen los demás. Cuando nos tratan con desprecio o directamente nos maltratan, nuestra autoestima puede deteriorarse.

En 1971 se llevó a cabo un estudio psicológico liderado por Philip Zimbardo, cuyos sorprendentes resultados hicieron que aún hoy se estudie en las facultades de psicología de todo el mundo. Se le conoce como el Experimento de la cárcel de Stanford.

Zimbardo seleccionó veinticuatro voluntarios para que desempañaran los roles de guardias y prisioneros en unas celdas ficticias. Los guardias, que fueron ataviados con trajes militares, recibieron la prohibición explícita de emplear violencia física con los prisioneros, y se les dijo que debían dirigir la prisión. Por su parte, los reclusos debían vestir batas y se les designaba por un número en lugar de por su nombre.

Al segundo día de iniciar el experimento, se produjo un botín en la prisión. Los guardias comenzaron a aplicar estrategias cada vez más represivas y humillantes, mientras que los prisioneros aceptaron, en poco tiempo, un trato abusivo y sádico. Tal es así, que llegaron a aplicarse castigos físicos, privación de comida, etc. En pocos días, el experimento se les había ido de las manos. Incluso el propio investigador Philip Zimbardo se vio afectado emocionalmente y propuso trasladar a los reclusos a una prisión real, aunque la policía se negó a ello.

Lo más curioso del caso, es que ninguno de los prisioneros decidió abandonar el experimento, pese a que no existía un impedimento real para ello. En su lugar, comenzaron a mostrar desórdenes emocionales agudos. Finalmente, la investigación fue interrumpida.

Los resultados y la sorprendente e inesperada evolución de esta investigación se han interpretado desde muchos prismas. Pero aquí queremos destacar esa tendencia que mostramos en ocasiones las personas cuando creemos que el sufrimiento que estamos experimentando, en el fondo, nos lo merecemos. Puede que, a nivel consciente, culpemos a factores externos. Pero, hay momentos, en los que podemos perder parte de nuestra autoestima, ya sea por causas que se encuentran en nuestro entorno, en nuestras circunstancias o en nuestro pasado. Entonces, sin apenas ser conscientes de ello, permitimos que aquello que nos hace daño, continúe haciéndolo. Podemos mantener dolencias físicas sin decidirnos a solicitar ayuda médica, permitir humillaciones por parte de quienes nos rodean, sin llegar a posicionarnos. Podemos aceptar un trato desigual e injusto, discriminación, etc. Y en el fondo, es porque pensamos que no merecemos otra cosa.

Podríamos, por lo tanto, reformular la expresión tradicional “Cada uno tiene lo que se merece”, por otra del tipo “Cada uno tiene lo que piensa que se merece”. Cuando lo cierto, es que merecemos lo mejor.

 

3.2.6. LA PERSONA MALTRATADA

Con el Experimento de Stanford se demostró que el maltrato puede hacernos sentir que somos merecedores del maltrato. Obviamente a nivel racional, sabemos que nos merecemos lo mejor, y así lo verbalizaremos. Pero puede que, emocionalmente, sí lo permitamos. Lo cierto es que nos queda aún mucho camino para conocer con exactitud cómo es afectada psicológica y emocionalmente una persona maltratada. Si observamos, por ejemplo, el elevado porcentaje de víctimas de violencia de género que establecen nuevas relaciones de pareja con otro maltratador, y buscamos la causa de esta mala elección, comenzaremos a hacernos una idea de la gravedad del problema.

¿Qué sucede en la mente de una persona cuando es maltratada?

En el área emocional, observamos que su autoestima cae en picado. El amor que se tiene a sí misma, lo que piensa que se merece, lo que cree que puede llegar a conseguir en la vida, se ve disminuido con los sucesivos maltratos. Esto puede provocar cambios de humor bruscos, crisis de ansiedad, dependencia emocional y sentimientos de culpabilidad.

También se desarrolla una alteración intelectual, pues muchas veces, incapaz de aceptar la idea de que su pareja o su propia familia le están maltratando, se ve obligada a crearse una especie de realidad alternativa para justificar y exculpar al agresor. A la hora de tomar decisiones, pueden cometerse graves errores pues la percepción de lo que sucede está gravemente afectada por la alteración emocional.

En cuanto a la parte conductual, encontramos a una persona que experimenta dificultades para afrontar las pequeñas demandas del día a día. Presta menos importancia al cuidado personal; el desempeño del trabajo también es peor. Pueden producirse autolesiones. El tiempo libre se destina a actividades más pasivas y relacionadas con la evasión, como ver la televisión, navegar por internet sin un objetivo claro, etc. También se vuelven más introvertidos, se relacionan menos con los demás, y sus actos son poco productivos. Por usar una imagen, digamos que, caminan en círculo.

La causa de todo ello es que necesitamos sentirnos queridos y aceptados por las personas a las que amamos. Nos cuesta muchísimo admitir que no es así cuando los hechos, evidentes para todos los demás, contradicen nuestras expectativas, nuestra necesidad.

La solución tiene que ver con nuestra valentía para afrontar la realidad. Ciertamente, cuanto mayor sea el tiempo de exposición al maltrato, y el número de intentos frustrados en los que ya hayamos tratado de alejarnos de él, más nos costará conseguirlo. Pero es posible. Podemos contar con la ayuda de terapeutas, y podemos reconocer que merecemos algo mejor. Algo que nos espera como una puerta que se abre.

 

3.2.7. ESTRATEGIAS PARA MEJORAR LA AUTOESTIMA

La autoestima, es decir, la valoración que hacemos de nosotros mismos está sujeta a múltiples factores, pero los más importantes están relacionados con el aspecto emocional. El grado en el que nos sentimos queridos por los demás suele tener relación con lo que nosotros mismos nos queremos. Y, al mismo tiempo, cuanto más nos queremos, más capaces somos de querer a los demás.

A partir de este enfoque, podemos sugerir algunas estrategias y herramientas para mejorar nuestra autoestima: La primera sería cuidarnos, del mismo modo que cuidamos y queremos a nuestros mejores amigos o a nuestra pareja. Del mismo modo que nos esforzamos por aportarles aquello que sabemos que les agrada, debemos hacerlo con nosotros mismos; diariamente. Cocinarnos alimentos que nos gusten y sean saludables, ofrecernos momentos de descanso, identificar todo aquello que nos produce estrés y relativizarlo, hablarnos a nosotros mismos con respeto, con cariño, con una cierta admiración.

En segundo lugar, ayudar a los demás, atenderles, dedicar buena parte de nuestro tiempo a hacerles felices, nos reportará enormes satisfacciones.

Y por último, vamos a prestar especial atención a un aspecto del que no hemos hablado hasta ahora: la forma que tenemos de interpretar los sucesos que nos rodean. En este sentido resulta pertinente hacer referencia al “locus de control”, es decir, a quién atribuimos la responsabilidad de los acontecimientos. El locus de control se denomina interno cuando el sujeto piensa que los eventos ocurren principalmente como efecto de sus propias acciones. Así se siente responsable de su vida. Pero también existe el locus de control externo. En este caso, la persona supone que los sucesos ocurren por casualidad, por el destino, o por influencia de otros.

También hay quienes suponen que cuando algo les sale bien es porque ellos mismos se lo han ganado, en cambio, cuando las cosas no resultan como esperaban, culpan a los demás. Semejante actitud encuentra su opuesta en aquellos que se sienten culpables de sus desgracias, mientras que cuando los acontecimientos les son propicios suponen que ha sido casualidad, azar o debido a la mediación de otras personas.

Si nos detenemos a reflexionar sobre el modo en que distribuimos las responsabilidades de los eventos que van definiendo nuestra vida, encontraremos la forma más eficaz de afrontar las dificultades y disfrutar de los logros. Realmente poseemos la capacidad de dirigir nuestras acciones hacia resultados satisfactorios, alcanzar aquello que deseamos y disfrutarlo. Con mucha más frecuencia de lo que creemos, tan sólo tenemos que caminar en la dirección deseada para alcanzar nuestro destino.

Pero además del cuidado de la autoestima, el modo en el que nos posicionamos, es decir, nuestra capacidad para establecer límites a las personas que nos rodean, para ser asertivos, logrando un modo de expresarnos que transmita exactamente lo que sentimos, resulta de gran ayuda.

 

3.2.8. LA EXPRESIÓN DE LOS SENTIMIENTOS

Según los expertos, no es recomendable clasificar los sentimientos como «buenos» o «malos» ya que, en su caso, las connotaciones éticas no tienen lugar. Podríamos decir que, sencillamente, se generan en nuestro interior, ya sea a partir de una reacción fisiológica (intranquilidad, alerta, excitación) o de nuestra experiencia (curiosidad, alegría, impotencia). Al parecer, resulta más acertado dividirlos en agradables o desagradables. Y de nuestra capacidad para expresarlos de forma adecuada dependerán gran parte de nuestras relaciones sociales.

Así lo atestiguan los resultados de las investigaciones, según las cuales, el llanto, por ejemplo, provoca una disminución del estrés, pues va acompañado de la liberación de adrenalina y noradrenalina, dos hormonas que se relacionan con la activación del sistema nervioso y la ansiedad. Del mismo modo reduce la ira, y nos permite aceptarnos como seres vulnerables, es decir, dejar de sostener la falsa y pesada máscara de seres perfectos. Después de llorar, sentimos alivio, descanso, desahogo; y nos encontramos más dispuestos a buscar soluciones consensuadas.

De modo similar, bloquear la expresión de rabia o de ira puede desencadenar una depresión. La educación tradicional ha tratado de reprimir estos sentimientos, especialmente en las mujeres, considerándolos comportamientos socialmente no aceptables. Sin embargo, el entrenamiento para liberarla de forma controlada puede ayudarnos a evitar problemas psicosomáticos como el síndrome del colon irritable, dolores musculares, etc. Según los expertos en estas técnicas, y mencionado de modo sucinto, para expresar nuestra rabia debemos identificar, en primer lugar, qué estímulos del día a día son los que nos la provocan con más frecuencia, ubicar posteriormente en qué parte de nuestro cuerpo la sentimos, -en los puños, en la garganta, en las piernas, en el estómago…-. Y después, en un entorno controlado, y supervisado por un terapeuta, podemos expresarla. En muchos casos necesitaremos gritar, pero también existen técnicas como golpear superficies almohadilladas, o sacudir palos de espuma. Por otra parte, existen métodos muy eficaces como relajaciones musculares, control de la respiración, etc.

Sin embargo, tan dañino para nuestro organismo es el bloqueo de sentimientos desagradables como la dificultad para expresar los agradables. Existen personas que encuentran verdaderos problemas para esto último, lo cual puede relacionarse con la misma carencia en los padres durante la infancia. Expresar el amor, la felicidad, la alegría, es algo necesario para que el organismo se equilibre. No comunicarlo suele significar vivirlo en mucha menor magnitud, lo cual nos volvería seres lúgubres, enfocados básicamente en la tristeza y la autocompasión.

En suma, parece fundamental eliminar los filtros que impiden que nuestras vivencias internas puedan transmitirse a los demás. Ejercitar la expresión de nuestros sentimientos nos evitará caer en la fría racionalidad tan limitada para gestionar las relaciones humanas.

 

3.2.9. ANHEDONIA

La anhedonia es la incapacidad para sentir placer y disfrutar de las cosas. No se trata de una enfermedad en sí misma, sino de un síntoma que puede deberse a diferentes patologías. Las personas que lo padecen suelen presentar una actitud “anestesiada”. No reaccionan con alegría ante ningún acontecimiento positivo en sus vidas. Pueden trabajar de forma puntual y constante, incluso luchar en pro de alcanzar ciertas metas; pero nada les hace felices en realidad. Han dejado de experimentar placer por la vida como mecanismo para no sentir tampoco sufrimiento, y no saben cómo llenar los vacíos de su vida. Levantarse de la cama les supone un esfuerzo. Se sienten enormemente decepcionados con su propia existencia.

 

Se trata de un síntoma crónico que se puede prolongar durante años o hasta décadas. Puede estar causado por una verdadera depresión, por una esquizofrenia, Alzheimer, niveles elevados de ansiedad constante, por vivencias traumáticas como la pérdida de un ser querido, o por el consumo de drogas. A nivel cerebral presenta una baja receptividad ante los estímulos, lo que afecta, como es lógico, a nuestros pensamientos y emociones. Se reducen tanto el lóbulo frontal, relacionado con la toma de decisiones, como el hipocampo, donde se procesan las emociones y la memoria. Por eso, estas personas tienen fallos del recuerdo, se obsesionan con pensamientos negativos y se sienten indefensos. En general, los expertos coinciden en que la base neurológica consiste en una alteración del sistema dopaminérgico, en el que la dopamina, sustancia por la que las personas sienten placer, deja de actuar correctamente.

Pese a las muchas enfermedades que pueden encontrarse a la base de la anhedonia, la más frecuente es el trastorno de ansiedad. Lamentablemente, es algo muy usual en nuestros días experimentar una ansiedad generalizada y mantenida en el tiempo, causada por un temor a sufrir constante e inconsciente.

En algunos casos, esta falta de capacidad para disfrutar puede llevar a la persona a buscar de forma compulsiva el placer, a través, por ejemplo, del consumo de drogas, de practicar sexo, a través de la comida, de las compras, etc. Estas prácticas sólo refuerzan a la larga ese sentimiento de vacío. A nivel neuronal podemos encontrar un intento por producir esa dopamina faltante de forma artificial.

Una vez más, la recomendación es buscar el problema original que inició todas estas afecciones y afrontarlo, en lugar de buscar justificaciones al propio malestar en elementos del mundo exterior o en otras personas que poco o nada tienen que ver con el asunto.

 

3.2.10. NECESIDAD DE VALORACIÓN

Cada vez resulta más frecuente que acudan a las consultas de psicoterapia personas jóvenes con dificultades en habilidades sociales relacionadas con la necesidad de valoración externa en las redes sociales. Se trata esta de una modalidad de dependencia emocional en la cual, la satisfacción personal depende del número de “Likes” que su foto obtiene en Facebook, o la cantidad de visitas y comentarios para su video en Youtube, o la repercusión del cambio de imagen de perfil en su cuenta de WhatsApp. Asistimos, por tanto, a un panorama social con unas reglas nuevas, donde también tienen lugar alianzas, bullying o acoso escolar, liderazgos, etc. Pero, en esta ocasión, bajo la dirección de esas plataformas internacionales que gestionan, definen y delimitan nuestras relaciones.

La apariencia física, y la importancia que a esta se le concede, también se modifica al depender de fotografías y de la pericia del usuario para transmitir con ellas exactamente lo que pretende. La búsqueda de popularidad se desplaza al terreno virtual de forma cada vez más acusada, y las relaciones, tanto amistosas como de pareja, se crean, se desarrollan y terminan a través de estos mecanismos digitales. El abanico de personas a las que pueden conocerse se amplía prácticamente a cualquier habitante del planeta, lo cual expone al joven a influencias que ya no pueden ser controladas por los padres. De este modo, la mayoría de las teorías de grupos que diseñaron los sociólogos del siglo XX requieren de una actualización.

Resulta por todo ello urgente, que los profesionales desarrollen medidas para fomentar la educación en estos medios y, para ello, se recomienda que se apoyen en los conocimientos que los propios jóvenes tienen sobre este medio, ya que probablemente son ellos los expertos idóneos. A partir de esos conocimientos y experiencias, el debate y el manejo de la actitud crítica podrán servirnos para establecer mecanismos sanos de uso.

 

La necesidad de valoración externa puede convertirse en un trastorno de dependencia afectiva. Asimismo, la comunicación entre líneas que habitualmente se esconde en muchas publicaciones, aparentemente “para todos”, pero con señales específicas para una persona en concreto, que sólo ella las reconocerá, nos dan una muestra de la complejidad de este nuevo canal de comunicación, y nos hace pensar en cómo el mensaje está absolutamente condicionado por el medio que lo transmite. Cómo se relaciona la soledad física con la compañía virtual, el fracaso personal con la popularidad online. Este es el apasionante reto que se nos plantea, al que no debemos temer, siempre y cuando no olvidemos seguir mirando a las estrellas.

 

3.2.11. POESÍA Y ESTRELLAS

Si bien el objeto de estudio de la psicología se centra en la conducta y los procesos mentales, emocionales y cognitivos, de los individuos, no quiere ello decir que sea ésta la única disciplina que aborda tales cuestiones. Por eso, atender a otras formas de acercarse al mundo, puede servirnos como un complemento enriquecedor.

Ya ocurrió que la filosofía del prusiano Immanuel Kant y sus conceptos sobre el tiempo y el espacio, acabaron orientando acertadamente a los físicos actuales y sus teorías cuánticas. Igualmente, los conceptos del escritor francés de ciencia ficción Julio Verne, acabaron por materializarse en proezas reales como el helicóptero, el submarino o el viaje a la luna.

En esta ocasión vamos a prestar atención a la poesía y su capacidad para aproximarse a la verdad del comportamiento humano de un modo en que las disciplinas científicas aún no han logrado. Cuando, por ejemplo, la poetisa argentina Alejandra Pizarnik nos dice “La jaula se ha vuelto pájaro”, la imagen que inmediatamente aparece en nuestro interior es la de la libertad. Pero ahora, este concepto cobra una fuerza mucho mayor que si buscáramos la definición de la palabra “Libertad” en un diccionario. Ahora esa idea se ha convertido en un sentimiento.

La poesía trasciende la lógica directa, igual que el chiste, para traernos con más intensidad y acierto, la verdad. Cuando el madrileño Francisco de Quevedo se burla de ese “hombre a una nariz pegado”, que no era otro que su coetáneo Luis de Góngora, va más allá de la mera descripción; nos provoca una sonrisa.

Según expresa Lawrence Maxwell Krauss, doctor en Física Teórica por el Instituto Tecnológico de Massachussetts, el asunto más poético que conoce en torno a la física es que cada átomo de nuestro cuerpo vino de una estrella que estalló. Y los átomos de nuestra mano izquierda vinieron probablemente de una estrella diferente que los de nuestra mano derecha. El carbón, el nitrógeno, el oxígeno o el hierro fueron creados en los hornos nucleares de las estrellas, y gracias a que ellas estallaron, nosotros estamos aquí hoy en día.

Pero quizá desde la poesía se sugeriría que somos algo más que ese conjunto de átomos unidos, que somos esencialmente la energía que les da la vida – emocional y autoconsciente- a todos ellos. Una energía cuyo origen sigue siendo desconocido para la ciencia, y que seguramente no se rige por las leyes de causa y efecto, sino que más bien las reorienta: el amor.

 

3.2.12. APRENDER A SOLTAR

Quizá una de las diferencias más determinantes entre el pensamiento occidental y el oriental, gira en torno al control que pretendemos ejercer sobre todo cuanto nos rodea. Por una parte, en las enseñanzas de Siddhartha Gautama (Buda) se prioriza la aceptación de los hechos tal y como vienen. “Las cosas son lo que son”, nos dice.

Por otra parte, a este lado del meridiano, pretendemos que los acontecimientos sucedan como nosotros deseamos. Nos dejamos en ello una cantidad valiosísima de energía, y el hecho de no lograrlo nos genera grandes dosis de frustración, lo cual, poco a poco, nos va oscureciendo.

De nada nos sirve, según las enseñanzas budistas, compararnos con los demás o envidiarles, puesto que el objetivo no es lograr más éxitos que ellos. En realidad, todo depende de cómo interpretemos cada hecho. Por eso, “si crees que tienes un problema, tienes un problema”. Ciertamente, un fracaso también puede interpretarse como un reto motivador.

En muchas ocasiones, por miedo (que es lo contrario al amor) tratamos de manipular a las personas y acontecimientos con tal de que se acomoden a nuestras expectativas. Pero cada uno somos de un modo, tomamos nuestras propias decisiones, -acertadas o no-, y eso es algo en lo que el otro no puede intervenir.

De hecho, el único cambio posible es el propio, y sólo sobre nosotros mismos tenemos derecho a ejercerlo. Como describe el poeta mexicano Octavio Paz, amante de la doctrina budista, el camino y el tesoro, se encuentran dentro de uno mismo. “La iluminación no se trata de volverse divinos. En cambio, se trata de hacerse completamente humanos… Es el final de la ignorancia”.

De forma similar, el escritor Eckhart Tolle, se refiere a ese mismo estado de iluminación como “el fin del sufrimiento”. Según Tolle, el verdadero obstáculo para experimentar la realidad es que nos identifiquemos con nuestra mente. “Pensar se ha vuelto una enfermedad”. Y añade: “También te das cuenta de que todas las cosas que realmente importan -la belleza, el amor, la creatividad, la alegría, la paz interior- tienen su origen más allá de la mente. Entonces comienzas a despertar”.

Para las personas occidentales es verdaderamente difícil aprender a soltar. Desligarse de la inalcanzable fantasía del control. Creemos que tenemos las riendas del carruaje en el que viajamos, pero no es así. Sin embargo, eso no implica que vayamos a perdernos. Dejémosle a la vida hacer su trabajo. Cantaba el vasco Mikel Laboa: “Si le hubiera cortado las alas habría sido mío, no habría escapado. Pero así, habría dejado de ser pájaro. Y yo… yo lo que amaba era un pájaro”.

 

3.2.13. LA PASIÓN

Aparentemente, detenernos a analizar las sensaciones humanas, diferenciando entre sentimientos, emociones o pasiones podría parecer trivial. Se trata, al fin y al cabo, de aspectos a los que muchas personas no prestan demasiada atención, por estar centrados en otros aspectos más racionales de la vida. Sin embargo, mirado con detenimiento, nuestra vivencia emocional es quizá, una de nuestras mayores riquezas.

Comencemos por decir que, ya a principios del siglo XX, el psicólogo francés Théodule-Armand Ribot, distinguía entre emoción y pasión, afirmando que la primera se inicia bruscamente, generando una ruptura del equilibrio en el sujeto. Tanto nuestros instintos egoístas (miedo, cólera, alegría) o altruistas (piedad, ternura, etc.) surgen de forma confusa desde nuestro inconsciente. Así la cólera o el enamoramiento son emociones intensas y breves. La pasión, en cambio, se manifiesta de manera diferente. En ella predomina el componente intelectual, según el autor. Se trata de una emoción prolongada e intelectualizada por lo que, en el fondo, ambas variedades son opuestas.

Sin embargo, existen patologías que merman nuestra habilidad para experimentar sensaciones. De hecho, los estudios dicen que una de cada siete personas es incapaz de identificar sus propias emociones y, por lo tanto, de nombrarlas. A este trastorno neurológico se le llama alexitimia. La anhedonia, por su parte, es la incapacidad para experimentar placer. Caracteriza a personas que han perdido su interés o su satisfacción por todo aquello de lo que antes disfrutaban. Este síntoma suele acompañar a las depresiones, y su tasa de prevalencia en la población es del 15%.

 

Profundizando más en este asunto, encontramos un interesante estudio acerca de las pasiones dominantes en el ser humano, llamado Eneagrama, de creciente interés para algunos psicoterapeutas, y que clasifica a las personas en nueve categorías según la pasión que las gobierna. Así encontramos el tipo 1, al que llaman “El iracundo”, incluyéndose aquí a las personas muy perfeccionistas. El segundo tipo se denomina “El orgulloso” y define a sujetos altruistas y colaboradores, algo histriónicos, que pretenden ser el centro de atención. “El vanidoso” conformaría el tipo 3. Un luchador y triunfador, en permanente búsqueda de aprobación. El tipo 4 es “El envidioso”, caracterizado por una melancolía e insatisfacción permanentes. El 5 “El avaro”, quien presenta un falso desapego, limita la expresión de sus emociones al mínimo, así como sus relaciones sociales… Etc.

Esperamos que estos breves esbozos sirvan al lector para despertar su interés por un estudio algo más cuidadoso de su mundo emocional, lo que le conducirá seguramente a ser un poco más dueño de sí mismo.

 

3.2.14. PERSONAS ALTAMENTE SENSIBLES

Quizá como reacción a una sociedad hiperestimulada, estresante y competitiva, en las últimas décadas se ha identificado a un tipo de personas que prefieren la soledad, la calma, que experimentan los sentimientos con gran intensidad y que demuestran una enorme intuición. Son las denominadas “personas altamente sensibles” (PAS), y fueron descritas por primera vez por la psicóloga Elaine Aron a mediados de los años 90.

2 de cada 10 individuos presentan estas características -no hay diferencias entre géneros- y, en ocasiones, no les resulta fácil aceptarlas, ya que sienten que perciben las cosas de un modo diferente, que sufren más que el resto, que prestan gran atención a asuntos que los demás suelen pasar por alto. Debido a esta hipersensibilidad pueden resultar incomprendidos o tomados por ariscos y malhumorados. También les caracteriza un gusto especial por el arte, una fascinación por las vivencias intensas, una enorme curiosidad, una tendencia al perfeccionismo y una alta vulnerabilidad al dolor físico, así como a las luces, ruidos y olores fuertes.

A las personas que conviven con ellos se les recomienda que eviten discusiones sobre temas delicados, que les pidan información acerca de lo que les molesta, que les den su espacio.

Por su parte, las personas altamente sensibles encontrarán alivio aceptando su realidad y no luchando contra ella, -en realidad se trata de un don, no de una patología-; evitando las aglomeraciones de gente, vigilando sus límites, aprendiendo a decir “no”, ya que les cuesta posicionarse, respetando las 8 horas de sueño, practicando ejercicio y meditación, y desarrollando actividades artísticas. También es aconsejable que busquen a personas como ellos, de hecho, en 2012 se fundó una asociación para PAS en Palma de Mallorca, con el objetivo de divulgar, ayudar e informar sobre el rasgo de la Alta Sensibilidad.

Subrayamos, por otra parte, la importancia de incluir la sensibilidad en los modelos de personalidad, ya que muchos menores son erróneamente diagnosticados, confundiéndolos con trastornos del espectro autista o con trastornos por déficits de atención e hiperactividad.

Parece ser que, frente a la cultura occidental moderna que encumbra a individuos arriesgados, competitivos y con pocos escrúpulos, surgen personas inseguras, tímidas, que sufren por el dolor ajeno, que se enamoran con facilidad, que tienen problemas para gestionar situaciones estresantes, que temen las críticas, y evitan la competencia y cambios. Un tipo de personas que conserva, según algunos podríamos pensar, la esencia del ser humano.

 

3.2.15. LA PSICOLOGÍA DEL DOLOR

Aunque podemos llegar a quitarle importancia, lo cierto es que el dolor psicológico causado, por ejemplo, por el fin de una relación amorosa o la muerte de un ser querido, puede llevarnos incluso a la muerte, como demuestran estudios recientes. En efecto, el dolor emocional, puede propiciar la pérdida de hormonas que provoquen una embolia repentina, o bien volverse crónico. En este caso las relaciones sociales de la persona afectada tienden a disminuir, del mismo modo que su eficacia en el trabajo o estudios, y tal vez llegue a abandonarlos. Puede que tampoco se sienta capaz de cumplir las expectativas de sus seres queridos y se aísle. Hasta sus principios vitales pueden tambalearse, y se cuestione el sentido de su vida.

Existen diferentes modos de experimentar el dolor. Hay quienes padecen un dolor enorme por un daño, en principio, leve, y quienes apenas sienten nada cuando son heridos de gravedad, por ejemplo, en mitad de una pelea. También existen personas que padecen insensibilidad congénita al dolor, es decir, que no pueden experimentar dolor por muy grave que sea el daño.

El dolor tiene la función de avisarnos para activemos mecanismos que reduzcan el daño físico que hemos sufrido. Se trata de una experiencia terrible, y por ello es normal tenerle miedo. Pero puede que ese miedo, nos lleve a modificar en extremo nuestra vida, incluso más allá de lo necesario. Aparece entonces la impotencia, la depresión, el estrés…

También es importante distinguir ente dolor y sufrimiento. El sufrimiento es una reacción afectiva producida por un estado emocional. Sufrimos con la pérdida de un ser querido, con el miedo a que nos ocurra una desgracia, o cuando nos enfrentamos a una amenaza grave. Pero la reacción emocional asociada al sufrimiento puede ser mucho más intensa e insoportable que un fuerte dolor físico, propiciando sentimientos insoportables que se mezclan y se hacen indistinguibles del propio dolor. Todo ello supone un círculo vicioso: modificamos nuestra respiración, nuestra postura o incrementamos la tensión muscular lo que, poco a poco, genera nuevos problemas y aumenta el dolor.

La recomendación es, en primer lugar, aceptarlo. Ello nos permitirá comprometernos con un tratamiento. Así mismo, aprender a gestionar el estrés (la relajación y el biofeedback nos enseñan a alejar tensiones dañinas en nuestro cuerpo), comer bien, dormir las horas suficientes y participar en actividades físicas aprobadas. Generar pensamientos positivos no aislarse, sino participar, y buscar apoyo en un grupo de autoayuda o en un psicoterapeuta.

 

3.2.16. MIEDO EN LA INFANCIA

Existe una edad, -temprana-, en la que muchos jóvenes sienten verdadero pánico cuando todo queda a oscuras, y cualquier ruido les hace suponer que un horrible monstruo aparecerá de un momento a otro. Han visto algo parecido en alguna película, pero antes de que existiera el cine, había libros, y antes incluso, el imperecedero miedo a la muerte.

Es frecuente que los niños tengan miedo, y en cada etapa evolutiva ese sentimiento está provocado por estímulos diferentes: hasta los dos años lo suelen generar los ruidos fuertes, los extraños, los animales, la separación de los padres, o la oscuridad. De los 3 a los 5 años, el niño se vuelve más sociable, pero ahora le asusta sobre todo el daño físico y las personas disfrazadas. De los 6 a los 8 años, aparecen los miedos a seres imaginarios como brujas, fantasmas o extraterrestres. A partir de los 9 años, comienzan a sentir gran preocupación por las pruebas escolares, su propio aspecto físico, y las relaciones sociales.

El miedo es una emoción instintiva y desagradable que se activa a partir de la percepción de un peligro real o imaginario, y cuyo objetivo es generar una señal de alarma. Su origen se ubica en la amígdala, una estructura cerebral responsable de detectar los peligros, avisando a nuestro cuerpo para que se ponga en marcha y se defienda.

Según el catedrático de Psicología de la Universidad de Murcia Francisco Xavier Méndez, esto es saludable, porque evita riesgos innecesarios, nos ayuda a preocuparnos por los exámenes, a ser cuidadosos, a una edad en la que nuestro razonamiento y nuestra adaptación social aún no ha terminado de desarrollarse.

Pero, en ocasiones, esos miedos no son tan adaptativos. Los adultos debemos estar atentos por si el joven comienza a mostrar una ansiedad elevada ante estos temores, náuseas, diarrea, mareos, rabietas, o bien presenta problemas para concentrarse o hacer los deberes. Del mismo modo sería motivo de alarma que dejara de relacionarse con sus amigos o familiares. En estos casos, podría haberse desarrollado una fobia. Existen fobias sociales, o específicas. Asimismo, podría ocurrir un Trastorno de ansiedad generalizada, o un trastorno de ansiedad de separación, por lo que deberíamos recurrir a ayuda especializada.

No debemos ridiculizar, reñir, ni castigar al niño porque no se atreva a hacer algo que le asusta. Más bien hay que alabarle y felicitarle por cada pequeño acto de valentía que realice, y animarle a que poco a poco y sin forzarse, enfrente su temor.

Quizá una de las claves para su tratamiento sea hallar la causa que lo provoca. Muchas veces la violencia intrafamiliar, las discusiones frecuentes, o las amenazas de separación de los padres pueden ser el detonante. Progenitores excesivamente temerosos, pueden acabar alimentando los miedos al emplear frases como “No te acerques a ese perro o te morderá”, “Si te alejas vendrá un monstruo y te llevará”, “Llamaré a la policía para que te castigue”.

Como siempre, la influencia de los padres es definitiva para el desarrollo de su hijo. Los miedos de ellos se encarnarán en los monstruos escondidos tras la cortina que espantarán a sus hijos.

 

3.2.17. LA OBEDIENCIA Y EL EXPERIMENTO DE MILGRAM

En 1961, Stanley Milgram, profesor de la Universidad de Yale, realizó uno de los experimentos psicológicos que más conmoción han causado en la historia de la psicología. Su objetivo era analizar cómo los seres humanos reaccionamos ante una férrea autoridad. Resulta significativo señalar, para hacernos una idea del contexto histórico, que tres meses antes del experimento, Adolf Eichmann había sido juzgado y sentenciado a muerte por crímenes contra la humanidad durante el régimen nazi en Alemania.

Milgram reclutó a una serie de voluntarios y les explicó que su misión consistiría en aplicar descargas eléctricas a un grupo de alumnos. Dicho castigo se llevaría a cabo cuando los estudiantes cometieran errores en unas pruebas de memoria. En honor a la ética de Milgram hemos de aclarar que estos alumnos eran en realidad actores que no llegaban a experimentar daño alguno, pero eso era algo que los “voluntarios castigadores” no sabían.

Por su parte, los voluntarios debían aplicar castigos que iban incrementándose desde los 45 hasta los 450 voltios, lo cual suponía riesgo de muerte para el alumno. Para ello, eran dirigidos por los investigadores quienes les instaban a aplicar las descargas. Su coacción se limitaba a verbalizar alguna de las siguientes frases. “Continúe, por favor”, “El experimento requiere que usted continúe”, “Es absolutamente esencial que usted continúe”, o “Usted no tiene opción alguna. Debe continuar”.

A medida que aumentaba la magnitud de la descarga, y los fingidos gritos de dolor de los alumnos, los voluntarios se mostraban con más dudas para proseguir con el experimento, sin embargo, continuaban por una cuestión de mera obediencia, ya que evidentemente no recibirían castigo por su incumplimiento.

Pues bien, todo hacía prever que los voluntarios abandonarían el experimento al ver en riesgo la vida del alumno, o mucho antes incluso. Sin embargo, y por increíble que parezca, el 65% de los ellos llegaron a aplicar la descarga máxima de 450 voltios obedeciendo al investigador.

Las implicaciones morales y las posibles explicaciones para este suceso han generado ríos de tinta. Según algunas lecturas, la obediencia ciega se produce porque una persona se ve a sí misma exenta de la responsabilidad de sus acciones, al encontrarse bajo el mando de otro. Por así decirlo, se cosifica.

Sea como fuere, podemos extraer de lo expuesto que ninguna clase de coacción puede arrebatarnos nuestro propio criterio. Si somos fieles a nuestra propia ética seguramente cuidaremos a quienes nos rodean, y especialmente, a nosotros mismos.

 

3.2.18. MIEDO DEL DINERO

Más allá de la importancia que tiene el dinero en una sociedad neocapitalista en crisis como la nuestra, cabe plantearse la posibilidad de analizar este concepto a través del modo en que, el poder adquisitivo, nos afecta como personas a un nivel emocional.

Efectivamente, el dinero mediatiza nuestra capacidad de supervivencia. Las necesidades básicas de alimentación y cobijo dependen de que podamos costeárnoslas. No son un bien necesariamente perenne, y de ahí la preocupación que podemos llegar a experimentar.

Pero también muchas de nuestras expectativas y nuestros sueños están relacionadas con la posibilidad real de costeárnoslos. Hacer ese merecido viaje, o simplemente darse un capricho.

Así visto, una parte de nuestra libertad está en función de nuestros emolumentos. Incluso la imagen social puede verse afectada por nuestro nivel salarial. Las prendas con que nos vestimos, el vehículo que conducimos, el piso en el que vivimos, son elementos que nos clasifican, en un primer momento, a los ojos de los demás. Semejante influencia puede desembocar en que algunas personas, dejen de considerar al dinero como un medio y empiecen a percibirlo como un fin en sí mismo.

Además, el modo de emplear el dinero dice mucho de nuestra forma de ser. Las personas compulsivas pueden gastarlo rápidamente en productos que les generen satisfacciones inmediatas con el objetivo de reducir su ansiedad. Incluso solicitar créditos que, a la larga, incrementen esa misma ansiedad.

El dinero puede también estar a la base de relaciones de dependencia a largo plazo que, poco a poco, irán minando la autoestima del miembro que no genera ingresos. Su sentimiento de incapacidad aumentará, reforzándose su dificultad para tomar un papel activo en este sentido.

La capacidad de adquirir bienes y servicios es también un modo de despegarnos del presente y vivir centrados en un futuro incierto. “El día que yo tenga…”. Pero si desatendemos el momento actual, será probablemente porque no nos sentimos satisfechos con él. Y prestar atención al futuro acabará siendo estéril, ya que la fuente de insatisfacción no se encuentra allí.

El miedo al dinero nos inhabilita para ser felices. Nos mediatiza o nos aliena en el sentido de que deja fuera de nosotros esa capacidad. Nos vuelve dependientes, cuando, en realidad, la felicidad es una actitud. Y como tal, podemos elegirla.

 

3.2.19. ESTAMOS BLINDADOS

Hubo un tiempo, hace muchos años, en que el ser humano debía de enfrentarse físicamente a otros animales, incluso a sus propios semejantes para sobrevivir, o competir por recursos esenciales. En aquel momento, nuestro cuerpo se adaptó para reaccionar rápidamente ante semejantes amenazas. La dilatación de las pupilas para percibir mejor los movimientos bruscos, la multiplicación de las plaquetas por si se produjera una herida, la aceleración de la respiración y del ritmo cardiaco para facilitar maniobras ágiles de ataque o huida, se producían en cuestión de segundos, y la conducta era mayormente guiada por impulsos primarios muy veloces, lo que nos convertía en seres adaptados a las circunstancias de la época.

Sin embargo, hoy en día, las amenazas físicas se dan con una frecuencia mucho más baja. En su lugar, los peligros a los que sí nos enfrentamos diariamente tienen más que ver con nuestro estatus o nuestro equilibrio emocional: la posibilidad de ser heridos emocionalmente, la frustración de nuestras expectativas, el riesgo de perder el empleo, o una enorme factura que no esperábamos. Pero lo curioso, es que nuestra forma de reaccionar, muchas veces se mantiene invariable. Ahora, aquellas reacciones fisiológicas de las que hablábamos no resuelven el problema. De poco nos sirve hiperventilar ante una factura elevada, o generar plaquetas en mitad de un atasco de tráfico que nos hará llegar tarde al trabajo. De hecho, lo normal es que nos perjudique. Las reacciones impulsivas no solucionarán un daño moral o emocional. Entonces ¿qué podemos hacer?

Para empezar, resulta fundamental tomar conciencia de que existen muy pocas cosas que puedan hacernos daño realmente. La mayor parte de los perjuicios que experimentamos, son relativos, es decir, pueden ser interpretados desde diferentes enfoques y, desde luego, casi ninguno se puede solucionar de forma impulsiva. Además, muchos de ellos ni siquiera existen. Se encuentran en la esfera de nuestras expectativas, de nuestros temores, del miedo a que sucedan cosas, que generalmente no ocurren y, de hacerlo, acostumbran a no ser tan graves como suponíamos.

Estamos blindados, en cierto sentido. Si somos conscientes de que la probabilidad de que suframos a nivel físico es muy baja, y de que nuestro equilibrio emocional depende única y exclusivamente de nosotros mismos, podemos concluir que lo eficaz sería destinar nuestros esfuerzos a sostener ese equilibrio. A mantener la serenidad, las propias creencias, la ilusión. Así desaparecerán los miedos, y nuestro interior será un lugar confortable para vivir.

 

3.2.20. CAMBIAR AL OTRO

Como saben perfectamente los psicoterapeutas especializados en adicciones, una persona sólo logra cambiar sus hábitos cuando realmente quiere hacerlo. Ni siquiera el experto con mayor poder de influencia podría lograrlo. Ni siquiera cuando resulta evidente que su modo de hacer las cosas no le beneficia en absoluto. Las personas que padecen una drogodependencia, por ejemplo, ven con absoluta tristeza cómo sus recaídas afectan emocional y económicamente a sus seres queridos y, pese a todo, no se ven capaces de evitarlas.

El sentimiento de culpabilidad que muchas veces pretendemos generar en el otro tampoco resulta nada eficaz. Cuando nos sentimos culpables nos hundimos, nos angustiamos, nos desgastamos. Perdemos las pocas energías que nos quedaban para lograr el cambio. Y finalmente elegimos el camino tantas veces andado para liberar esa angustia, que por lo general, es el menos adecuado. Las conductas orientadas a rebajar la angustia son mucho menos eficaces que las orientadas a solucionar el problema.

La repetición, generalmente acompañada de desvaloración suele conducir también al fracaso. Cuántas veces hemos pedido a nuestro hijo pequeño que haga tal cosa, o cuántas veces nos lo pidieron nuestros padres. Al final, la repetición ni siquiera se escucha, pero genera tal angustia, mezcla de culpabilidad y rabia, que nuevamente trataremos de escapar.

Digamos, en resumen, que tratar de cambiar al otro sin que este nos haya pedido ayuda, no sólo es ineficaz, sino que suele conllevar al fin de la relación y a que ambas personas salgan heridas.

¿Entonces, qué puede hacerse si entre dos personas surgen problemas? Pues lo más difícil que puede proponerse una persona: cambiar uno mismo. Esto sí es posible si lo elegimos. Para ello, en primer lugar, debemos conocer nuestros propios defectos y limitaciones. Aquello en lo que habitualmente caemos. Podemos preguntar a los que nos rodean. Su aportación será valiosísima.

En segundo lugar, asumir que no podemos controlar ni debemos tratar de influir en las decisiones de los demás. Démosles libertad para que elijan, y para que se equivoquen, incluso para que nos pidan ayuda. Este es el mayor de los regalos. Tampoco podemos controlar los acontecimientos futuros, aunque en ocasiones nos encantaría hacerlo. Lo que sí podemos hacer es afrontarlos de la mejor manera cuando lleguen. Nunca antes. Preocuparse sería entonces, ocuparse antes de tiempo, es decir, en un momento en que no podemos dedicarnos realmente al problema.

Y por último, es muy importante cuidarnos a nosotros mismos. Toda esa dedicación hacia los demás, que resultaba excesiva y molesta, ahora podemos ofrecérnosla. Seguramente la necesitamos.

 

3.2.21. RITUALES

Los rituales conforman una de las más curiosas e interesantes manifestaciones humanas. Cargados de alto valor simbólico, se articulan en torno a un conjunto de acciones basadas en diferentes creencias compartidas por la comunidad, y representan aspectos de gran importancia.

Un ejemplo son los rituales que la tribu Sateré-Mawé, de Brasil, establece para considerar a sus hombres dignos, y consisten en meter la mano protegida por unos guantes en una bolsa llena de hormigas muy venenosas.

De forma similar, las tribus indígenas del río Sepik, en Nueva Guinea, determinan el paso a la edad adulta, cortando la espalda, el pecho y las nalgas de sus varones. Las heridas cicatrizadas recuerdan la piel de un cocodrilo.

 

Las chicas jóvenes de la tribu Mentawais de Sumatra permiten que el chamán melle sus dientes, lo cual confiere a su boca una forma puntiaguda muy parecida a la boca de un tiburón. De este modo les resultan más atractivas a los varones de la región, y satisfacen a los espíritus.

Para los hindúes, los rituales que rigen el matrimonio se listan en el libro Mahabharata y, pese a que dependen en gran medida de la casta a la que pertenezcan los contrayentes, es frecuente que incluyan el intercambio de prendas, y el regalo de una vaca a la familia de la novia.

De índole bien distinta, pero rituales, al fin y al cabo, son los relacionados con el Vudú. Se trata este de un arte que combina antiguas tradiciones chamánicas llevadas desde África al Nuevo Mundo durante la trata de esclavos, y presupone que la manifestación ritual de un deseo puede generar un cambio en nuestra realidad. Profundizando en estas prácticas, encontramos uno de los rituales más recurrentes: el Amarre haitiano, cuyo objetivo es seducir o atraer a la persona amada, y consta de diferentes procesos según la fuente.

En la práctica psicoterapéutica occidental, los rituales siguen teniendo un uso frecuente, ya que resultan eficaces para afrontar ciertas situaciones difíciles. Obviamente, no se les atribuye aquí ningún poder mágico ni trascendental, pero si pueden lograr grandes efectos en nuestra forma de gestionar vivencias dolosas a partir de su capacidad simbólica.

De este modo, podemos ayudarnos de un ritual para superar un duelo (la pérdida de un ser querido o una ruptura sentimental). No hay reglas en este sentido. Podemos escribir una carta de despedida y luego quemarla, podemos enterrar las fotografías que conservamos del sujeto. Hay quienes encuentran en un sencillo corte de pelo, una forma de representar un cambio, una regeneración. Y es que construirnos a nosotros mismos de forma libre, significa también elegir el significado de los símbolos que queremos que nos representen.

 
 

Si bien hasta ahora hemos analizado las funciones principales de los rituales, vamos ahora a examinar sus implicaciones más profundas. Y para ello comenzaremos hablando de los esquemas mentales y las creencias simbólicas.

La conducta de todo individuo se basa en el concepto que tiene de sí mismo, en el esquema mental que se adjudica. Es decir, si los padres de un niño le acusan repetidamente de ser demasiado travieso, lo más probables es que el niño se lo crea y se comporte como tal. Pero si en cierta ocasión, ese niño tuviera que representar, en una obra de teatro, el papel de un infante extremadamente responsable, lo más probable es que supiera hacerlo. En este sentido, todos desarrollamos un papel en nuestra vida. Un papel que va cambiando con el paso de los años y de las circunstancias. Desarrollamos el papel de trabajador, de director, de soltero, de casado, de hijo y de padre. Y con frecuencia, diferentes roles se dan cita en una misma época de la vida. De este modo, un directivo, muy exigente y profesional en su puesto, puede asistir a una comida familiar el domingo y adoptar allí un rol mucho más infantil y sumiso. Mientras que con su esposa, en este ejemplo, muestra una faceta rebelde y adolescente. Todos estos «papeles» se definieron con un ritual: bautismo, matrimonio (en el que el sacerdote, en el rito cristiano, enunció las reglas del nuevo rol), y protocolo de ascenso –que incluyó una comida con el equipo, una reunión en la que se presentaron las nuevas tareas del puesto, etc-. Probablemente van acompañados también de un modo de vestirse: traje corbata para las reuniones laborales, ropa cómoda y desenfadada para la vida familiar… Incluso los niveles de ciertas hormonas – como la testosterona- se ha comprobado que oscilan en función del rol que desempeñamos.

Los rituales ayudan a establecer socialmente dichos roles. Lo que se espera del individuo que va a desempeñar una función de interés para el grupo. Sin embargo, esas demandas pueden entrar en conflicto, cuando trasladamos conductas de unos ámbitos a otros, o bien, generar incoherencias en la persona. Imaginemos al directivo del ejemplo, exigiendo demasiado a sus hijos y tratando a su esposa como a un subordinado. Puede ser este un buen momento para pensar que, si bien la libertad humana ha sido educada con el correr de los siglos, esas guías han de estar bajo nuestro propio criterio.

 

3.2.22. FANATISMO

A lo largo de su historia, el ser humano se ha visto amenazado por tantos peligros, que alcanzar una edad provecta no era lo más frecuente. Sólo durante las últimas décadas, hemos logrado reducir los riesgos mortales y cronificar gran parte de las enfermedades, de modo que nuestra esperanza de vida se ha prolongado considerablemente.

Pero ese legado de inestabilidad e inseguridad ha quedado impreso en nuestra memoria colectiva, provocando en algunas personas reacciones muy concretas. Una de ellas es el fanatismo, o dicho de otro modo, la creencia desmedida y tenaz en una serie preceptos u opiniones que pueden llevar a un individuo a comportarse de un modo violento por defenderlas o imponerlas.

Conforme nuestra supervivencia se vuelve más insegura, más necesidad tenemos de aferrarnos a una idea que nos alivie, que nos tranquilice, que nos aporte seguridad, -aunque sea falsa-. Si dicha situación angustiosa se mantiene en el tiempo, no es difícil que reforcemos nuestra idea, generando un conjunto de creencias cada vez mejor definidas, y que prestemos atención a todos los argumentos que las alimentan, del mismo modo que rechazamos todos aquellos que las contradicen. Démonos cuenta de que, en este proceso, los sentimientos –miedo, inseguridad, angustia-, son el origen del fanatismo, y están influyendo determinantemente en nuestra forma de emplear la lógica. Así, razón y emoción se retroalimentan y se vuelven inexactas para percibir la realidad, porque la intensidad que alcanzan los lleva a perder la perspectiva, a menospreciar el resto de las opiniones, y convencerse de que la única idea válida es la propia.

Por estos motivos, cualquier creencia, en principio absurda, puede aceptarse, y justificar masacres, conflictos bélicos, limpiezas étnicas e injusticias en su nombre, además de dificultar el desarrollo del conocimiento científico. El fanatismo es opuesto al debate, al diálogo, porque la forma de pensar de quien lo padece es rígida y dogmática.

Para el psiquiatra español Enrique González Duro, el fanático se caracteriza por un acusado narcisismo, baja autoestima y una serie de frustraciones importantes en su historia vital.

De todo ello puede deducirse la importancia de elegir criterios fiables a la hora de tomar como ciertas determinadas afirmaciones. Resulta crucial comprobar las fuentes de las que proviene la información, especialmente en la era de internet y la llamada “infoxicación”, estar abiertos al diálogo y dar cabida a diferentes modos de enfocar cada asunto, no creernos en posesión de la verdad, ni pretender alcanzar certezas absolutas. Darnos cuenta de lo manipulables que somos para aquellos a quienes permitimos que controlen nuestros sentimientos.